Fragmento de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos [de Escritos del destierro: Adriana Amante y John Berger, por Pablo Luzuriaga]
"`La filosofía, en realidad, no es más que añoranza; es la necesidad
de sentirnos en todas partes en casa´: Novalis.
Se suele decir que el paso
de la vida nómada a la sedentaria marca el inicio de lo que más tarde se
llamaría civilización. Enseguida se empezó a considerar incivilizados a
aquellos que habían sobrevivido fuera de las ciudades. Pero esto es otra
historia; una historia para ser contada en las colinas, junto a los lobos.
Posiblemente durante el
último siglo y medio ha tenido lugar una transformación igualmente importante.
Nunca antes de ahora había habido tanta gente desarraigada. La emigración,
forzada o escogida, a través de fronteras nacionales o del pueblo a la metrópoli,
es la experiencia que mejor define nuestro tiempo, su quintaescencia. El inicio
del mercado de esclavos en el siglo XVI profetizaba ya ese transporte de
hombres que, a una escala sin precedentes y con un nuevo tipo de violencia,
exigirían más tarde la industrialización y el capitalismo. Durante la primera
guerra mundial, el masivo reclutamiento de tropas en el frente occidental era
una confirmación más de la misma práctica de desarraigar, reunir, transportar y
concentrar en una `tierra de nadie´. Después, los campos de concentración, a lo
largo y ancho del mundo, siguieron la misma lógica.
Todos los historiadores
modernos, de Marx a Spengler, han identificado el fenómeno contemporáneo de la
emigración. ¿Para qué añadir más? Para que corra secretamente la voz de lo que
se ha perdido. No por nostalgia, sino porque es en el lugar de la pérdida en
donde nacen las esperanzas.
El término home (antiguo noruego Heimr, antiguo alto alemán heim, griego komi, con el sentido de `pueblo´) se lo han apropiado, desde
tiempos inmemoriales, dos tipos de moralistas, apreciados ambos por aquellos
que ejercen el poder. La noción de home
se convirtió en la base de un código de moralidad doméstica mediante el cual se
salvaguardaban las propiedades de la familia (entre las cuales se incluían las
mujeres). Simultáneamente, la noción de homeland
proporcionaba un primer artículo de fé para un patriotismo que convencía a los
hombres de ir a morir en unas guerras que a menudo sólo servían para defender
los intereses de la minoría formada por sus clases dirigentes. Ambos usos han
ocultado el significado original.
Originalmente, home significaba el centro del mundo, no
en el sentido geográfico, sino en el ontológico. Mircea Eliade demostró que la
casa, el hogar, era el lugar a partir del cual se podía fundar el mundo. El hogar se establecía, según sus palabras, `en el
corazón de lo real´. En las sociedades tradicionales, todo lo que tenía sentido
en el mundo era real; alrededor existía el caos, un caos amenazador, pero era
amenazador porque era irreal. Sin un
hogar en el centro de lo real, uno estaba no sólo sin cobijo, sino también
perdido en el no-ser, en la irrealidad. Sin un hogar todo era una pura
fragmentación.
El hogar era el centro del
mundo porque era el lugar en el que una línea vertical se cruzaba con una
horizontal. La línea vertical era un camino que hacia arriba llevaba al cielo y
hacia abajo al reino de los muertos. La línea horizontal representaba el
tráfico del mundo, todos los caminos que van de un lado al otro de la tierra
hacia otros lugares. Así, el hogar era el sitio en el que uno podía estar más
cerca de los dioses que habitan el cielo y de los muertos que habitan el mundo
subterráneo. Esta cercanía garantizaba el acceso a ambos. Y al mismo tiempo,
uno estaba en el punto de partida y, se esperaba, en el de regreso de todos los
viajes terrenales.
El cruce de las dos
líneas, la seguridad que promete su intersección, probablemente existía ya, en
estado embrionario, en el pensamiento y creencias de los pueblos nómadas, pero,
en su caso, llevaban la línea vertical con ellos, del mismo modo que
transportaban el palo de la tienda.
Tal vez para el fin del
siglo, de este siglo sin precedentes en cuanto al transporte de hombres, queden
todavía vestigios de esa seguridad en los inarticulados sentimientos de los
muchos millones de personas desplazadas.
La emigración no sólo
implica dejar atrás, cruzar océanos, vivir entre extranjeros, sino también,
destruir el significado propio del mundo y, en último término, abandonarse a la
irrealidad del absurdo.
Claro está que, cuando no
se realiza por la fuerza, la emigración puede verse impulasda tanto por la
esperanza como por la desesperación. Al hijo del campesino, por ejemplo, podría
parecerle que la autoridad tradicional del padre es más opresivamente absurda
que cualquier caos. La pobreza del mundo puede resaltar más absurda que los
crímenes de la metrópoli. Vivir y morir entre extranjeros puede parecer menos
absurdo que vivir perseguido y torturado por los propios compatriotas. Todo
esto es cierto. Pero emigrar siempre será desmantelar el centro del mundo y,
consecuentemente, trasladarse a otro perdido, desorientado, formado de
fragmentos.
(...)
La experiencia de los inmigrantes recién llegados es diferente de la del
proletariado o el subproletariado ya establecido, `autóctono´. Sin embargo, el
desplazamiento, el desarraigo, el abandono vivido por el emigrante es la forma
más extrema de una experiencia mucho más general y extendida. El término
`alienación´ lo dice todo. (Incluso se podría hablar del `desarraigo´ del
burgués, con su casa en la ciudad, su chalet en el campo, sus tres coches, sus
varios televisores, su pista de tenis, su bodega particular: sería igualmente
posible, pero nada relativo a su clase puede interesarme ya, pues nada queda en
ella por descubrir para el futuro.
Tras abandonar el hogar,
el emigrante ya nunca más vuelve a encontrar otro lugar en el que se crucen las
dos líneas de la vida. La línea vertical deja de existir; ya no se da una
continuidad local entre él y los muertos; éstos sencillamente desaparecen; y
los dioses se han hecho inaccesibles. La línea vertical se dobla formando un
círculo biográfico individual que no conduce a ninguna parte, sólo encierra. En
cuanto a las líneas horizontales, puesto que ha dejado de haber puntos
permanentes de referencia, han sido sustituidas por una llanura de distancia
pura, a lo largo del cual todo queda arrasado.
¿Qué puede crecer en el
lugar de la pérdida? Tal vez, solamente pueda hacerlo aquello que, antes,
cuando cada pueblo era el centro del mundo, resultaba inconcebible. A
principios del siglo XIX nacen, por lo menos, dos nuevas esperanzas que ofrecen
la ilusión de un nuevo cobijo y que pasarán a ser compartidas por un número
cada vez más elevado de personas.
La primera es la del
apasionado amor romántico (del que hay más en las callejuelas que en las
bibliotecas). En cierto sentido, lo que sucede entre una mujer y un hombre
enamorados está allende la historia. En los campos, en las carreteras, en los
talleres, en la escuela, se dan continuas transformaciones; en un abrazo es muy
poco lo que cambia. Y, sin embargo, lo que se construye sobre la pasión varía.
No necesariamente porque las emociones sean diferentes, sino porque cambia lo
que las rodea: las actitudes sociales, los sistemas legales, la moralidad, la
escatología.
El amor romántico, en el
sentido moderno, es un amor que une o espera unir a dos personas desplazadas.
La amistad, la solidaridad, los intereses mutuos también unen a la gente, pero
lo hacen dependiendo de la experiencia y las circunstancias. Suelen tener una
base empírica, mientras que el amor romántico recuerda los principios y los
orígenes. Su supremacía precede a la experiencia. Y es esta supremacía lo que
le permite tener un significado especial en la época moderna (de Novalis a
Frank Sinatra).
[Mientras transcribo esto me entero
que también murió Ricardo
Piglia, viernes 6 de enero 17:49hs.]
En el principio, un
principio que ese amor recuerda, la división en dos sexos polarizó la vida. La
creación de machos y hembras constituyó una separación, una nueva forma de ser
incompleto. El instinto sexual era la fuerza de la atracción entre los dos
polos. Tan pronto como aparecieron la memoria y la imaginación humanas, el
deseo de atrapar y mantener esa atracción empezó a proclamarse a sí mismo amor.
Este amor ofrecía una esperanza de realización y anunciaba que su propia fuerza
pertenecía al corazón de lo real. Tal esperanza se manifestaba al mismo tiempo
que la constitución del hogar, pero no era la misma cosa. En el período más reciente, cuando nos hemos visto privados del
segundo, sentimos más intensamente que nunca la resonancia de la primera.
La segunda esperanza es de
orden histórico. Todo emigrante sabe en el fondo de su corazón de corazones que
es imposible volver. Aun cuando físicamente pueda regresar, no regresa
verdaderamente porque es él mismo quien ha cambiado radicalmente al emigrar. Es
así mismo imposible volver a aquel momento histórico en el que cada pueblo era
el centro del mundo. La única esperanza que nos queda ahora es hacer de toda la
tierra el centro. Sólo la solidaridad mundial puede transcender el desarraigo
moderno. La fraternidad es un término demasiado fácil; olvidándose de Caín y
Abel, de algún modo promete soluciones para todos los problemas, cuando, en la
realidad, muchos no la tienen: de ahí, la necesidad sin fin de solidaridad.
Hoy, en cuanto se deja la
primera infancia, la casa nunca más vuelve a ser un hogar, como lo era en otras
épocas. Este siglo, con toda su riqueza, con todos sus sistemas de
comunicación, es el siglo del destierro generalizado. Quizás algún día se
cumpla la promesa, aquella promesa de la que Marx fue el gran profeta, y
entonces el hogar no sólo habitará en nuestros nombres sino también en nuestra
presencia consciente y colectiva en la historia, y volveremos a vivir en el
corazón de lo real. Puedo imaginarlo, a pesar de todo.
Mientras tanto, vivimos no
sólo nuestras propias vidas, sino también los anhelos de nuestro siglo. ".
(John Berger, Y nuestros rostros..., pp.57-59 y 68-70).
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