RELATOS

Perfiles: Sergio Langer, El historietista en el pozo ciego, por Mónica Yemayel


Hay quienes lo definen como un historietista de culto y, aunque él jura no saber muy bien qué significa eso, recuerda que fue la salida elegante que usaron algunas editoriales para rechazar sus libros: “Usted es un autor de culto pero, lo siento, historietistas ya tenemos”. Hay quienes dicen, también, que es un doble espía porque publica en un medio muy masivo y popular -Clarín- y en otro emblemáticamente alternativo: Barcelona, la paródica y desbordada revista donde el sexo y la sátira política son contenido explícito.

     La Nelly, publicada desde 2003 en Clarín, es su tira más amable. Protagonizada por un ama de casa vieja y chismosa, funciona como crítica a la clase media en el diario de la clase media. Llegó, en junio de 2004, a la tapa de The Wall Street Journal, tal vez por explicar mejor que nadie el default de la deuda argentina a través de su romance con un bonista extranjero y, en mayo de 2010, el Jefe de Gabinete la acusó de difundir mensajes mafiosos: faltaban unos meses para que se sancionara la Ley de Matrimonio Igualitario cuando en la tira se mostró el casamiento entre el Principal Carbone y el Cabo Sosa: dos policías enamorados que llevaban los mismos apellidos que los custodios presidenciales. Mamá Pierri, publicada primero en Inrockuptibles y desde 2003 en Barcelona, revela su costado oscuro. Protagonizada por una madre que maltrata a su hijo y que encarna el más cerval de los autoritarismos, es una idishe mame nazi del Opus Dei, una admiradora de Franco y de Hitler, una síntesis, en clave pornográfica, de todas las intolerancias humanas. La infancia de Langer estuvo cruzada por tragedias Su madre era una judía sobreviviente de los campos de concentración; su padre fue asesinado por un ladrón cuando él tenía doce años. ¿Podrían ser de otro modo que gruesos sus trazos gruesos, que horribles sus dibujos horribles, que exaltada su provocación exaltada? Publicó su primer dibujo a los diecinueve años en la revista Humor, en plena dictadura: un militar encadenado al sillón presidencial. Desde entonces, su universo se pobló de sobrevivientes del Holocausto, obispos pedófilos, madres fachistas, niños bombas palestinos, judíos de country, militares travestidos.
     Ahora, en mayo pasado, publicó su séptimo libro, Mamá Pierri (revista Barcelona), que es una recopilación de la historieta. En el prólogo, Rubén Mira, su amigo y guionista de La Nelly, escribe: “Mientras que el dibujo deviene en producto, mientras la maestría es sinónimo de eficiencia, Langer se sumerge en un pozo ciego que no es el mejor trampolín para saltar al cielo y brillar como una estrella. En el ejercicio de este salto mortal queda con el culo al aire, que pocos quieren aplaudir y algunos menos valorar”. Langer. Un historietista sumergido en un pozo ciego desde donde, a veces, emerge y habla.


Se olvida del té y dibuja. Es la segunda taza que se enfría entre lápices y bocetos, muñequitos de superhéroes, pinceles japoneses. Con el cuerpo inclinado hacia adelante, Langer dibuja. Los antebrazos desnudos apoyados en el escritorio apenas grande, de madera noble, la hoja de papel sobre el tablero y, entre los dedos, un Staedtler HB que raya la hoja vacía. Las líneas se unen, se cruzan. Lo que era suave se transforma, de a poco, en un trazo agrio y rabioso. Es un atardecer de abril, un sábado todavía tibio. En el barrio de Agronomía, escondidos entre árboles centenarios, se levantan varios edificios iguales, de tres pisos. Rodeados por un alambrado verde, se ordenan simétricos en un parque con caminos angostos, bancos de plaza, hamacas. Sergio Langer vive en un primer piso. Los ruidos de la ciudad no llegan hasta aquí, donde sólo se escuchan los pájaros. Cuando abandona el lápiz, la tira de La Nelly que leerán al día siguiente los lectores de Clarín ya está lista. Se levanta, cierra los postigos de las ventanas y enciende la luz. Camina lento. Es más o menos alto, más o menos flaco, más o menos pelado. Tiene un trazo de barba bajo el labio inferior, anteojos de marco negro y grueso, jeans, zapatillas rojas, camisa oscura. Un cocodrilo de papel maché asoma desde el último estante de la biblioteca, repleta de libros de tapas duras, cómics, xilografías, fotos intervenidas. Elige algunos y los coloca sobre una mesa baja donde ya hay libros y revistas: Steimberg, Crumb, Spiegelman, Kalondi, Sanzol, Ungeren, El Roto. En una de las entrevistas que le hicieron dijo: “Dicen por ahí que mi dibujo es grotesco, es ácido, es agresivo, cruel, obsceno, negro y provocador…y es cierto y me hago cargo. Stop”. Se acomoda en uno de los sillones. Hay varios: uno bordó, uno verde, uno amarillo, uno azul. Pasa las hojas de un cuaderno con retratos que nunca publicó y que firmó “con mi zurda”.
     - ¿También dibujás con la izquierda?
     -Si. ¿Nunca probaste? Es lo más parecido a ser chiquito de nuevo.


Empezó a dibujar siendo muy chico, pero no animalitos de granja, ni autitos, ni trenes, ni casas con jardines, ni un sol redondo con rayos anaranjados. Dibujaba soldados, tanques, bombas. Miraba películas de guerra con su tío Iasha Barón, un soldado que había peleado contra los alemanes en Stalingrado. El telón de fondo era la historia de su madre, Nusia Barón.
     -Ella estuvo en un campo. Pero no de uno fashion, tipo Hollywood; ella estuvo en Rumania. La guerra, los campos de concentración fueron la sopa con la que crecí.
     En su historieta “La vida es bella” (publicada en Fierro, donde colabora esporádicamente, en julio de 2008) un nene de ocho años le pregunta a su madre qué hubiese pasado si el Holocausto no hubiera existido. Si ella no hubiera escapado hacia Argentina, ¿él hubiese nacido igual?. “Si fueras capaz de cambiar el destino, ¿salvarías a los seis millones de judíos o a la familia que armaste acá?”, pregunta el nene. Harta, desesperada, la madre le responde: “Basta, me tenés podrida. Andá a dibujar y no me tortures más! El nene obedece y dibuja diez cuadros con la historia contada al revés: ciudadanos alemanes repudiando actos racistas, judíos donando sus fortunas para organizar la defensa, el Papa Pío XII exigiendo la libertad de los judíos, las industrias alemanas renunciando a la mano de obra esclava. En 2007, gigantografías de esa historieta se presentaron en el Espacio de Arte AMIA, en una muestra que Langer tituló “Qué difícil ser judío”.
     - Vos, ¿qué le hubieses contestado al nene?
     -Lo mismo que mi mamá: ¡me tenés podrido, anda a dibujar!
     Al pie de cada cuadro de la historieta, un tren negro avanza por el campo en medio de la oscuridad; en los globos de diálogos que se escurren por las ventanas se leen las típicas frases de consuelo que inventan las madres (“vamos a un lugar muy lindo, mi amor”) para hijos que no les creen (“tengo miedo mamá”). En 2006, Langer fue acusado de antisemita por una viñeta publicada en Barcelona durante la invasión israelí al Líbano. El dibujo mostraba a dos judíos ortodoxos en medio de un baño destrozado: ¨¡Joder, hagan algo !¡ Esos hijo putas me han lanzado un katiusha y me han destrozado el water y el hidromasaje¨, decía uno. El otro contestaba: ¨Pues ya mismo bombardearemos Gaza, Beirut, los aeropuertos, las refinerías, las autopistas y arrasaremos con el parlamento¨.


Cuando era chico, vivía en el Barrio de Once, en el departamento de un edificio que había construido su abuelo.
     -Mi abuelo paterno, un polaco que llegó a la Argentina a principios del siglo pasado, se fue a Río Gallegos y puso una tienda de ramos generales, La Confianza. Mi padre, Julio, creció ahí, entre los estantes de esa tienda. Cuando mi padre cumplió diecinueve años, mi abuelo lo dejó al frente del negocio y se vino a Buenos Aires con mi abuela. Entonces construyó ese edificio con departamentos para él, para sus hijos.
     En uno de los viajes a Buenos Aires, Julio conoció a Nusia, hermosa, citadina, independiente. Langer todavía se pregunta cómo pudieron unirse un alma solitaria como la de su padre, aferrado a su tienda en el sur, y un espíritu libre como el de su madre.
     -Ella sabía lo que quería y lo que quería era no irse al sur; quería criar a sus hijos en una ciudad grande, en un entorno judío, educarlos en buenas escuelas.
     Los hijos fueron tres: Marcelo, dos años mayor que Langer, y Esthercita, cinco años menor. Su padre vivía partido en dos: la mitad del tiempo en Buenos Aires, con Nusia y sus hijos, y la otra en Río Gallegos. Pero lo que él recuerda es que nunca estaba.
     -Y yo necesitaba su presencia, ese balance para soportar la historia de mi vieja que se esparcía por toda la casa aunque ella no dijera una palabra.
     En su casa no había portero eléctrico, su papá no tenía un auto, su mamá no tenía un ascensor para subir tres pisos cuando estaba embarazada.
     -¿Eran muy pobres? 
     -Eso era lo peor, no éramos pobres. Pero para la familia de mi viejo, después de la miseria que había pasado en Polonia, ese edificio rústico era un palacio. Para mí, no. Yo empezaba a codearme con compañeros de una escuela cara judía y mi casa me daba vergüenza.
     Salían poco. La madre lo llevaba a la plaza con un traje de marinerito, y se ponía histérica si se ensuciaba.
     -Lo más lindo era dibujar. En grandes hojas de almacén. Muchos dibujos chiquitos en un papel grande.
     Dibujar guerras, dibujar soldados, dibujar bombas. Nadie guardó nada de todo eso: él no guardó, su madre no guardó.
     -Yo quería dibujar y ella me mandaba a tocar el acordeón con un alemán, judío pero alemán, un hijo de puta que me maltrataba. Y no podía llorar, no me podía oponer. Era como si tuviese que complacerla, y a mi papá que me escribía desde el sur preguntándome ´¿Y, cómo va el acordeón?´.
     Aunque en su casa no se hablaba en voz alta de guerras ni de campos de concentración, él, a los once años tenía una carpeta repleta de recortes de diarios y revistas sobre criminales nazis, había leído El Gran Proceso, sobre el juicio a Eichman en 1962, y se compraba fascículos coleccionables sobre la Segunda Guerra Mundial. Pero su madre le apagaba el televisor cuando lo encontraba mirando películas de guerra y él nunca se atrevió a preguntarle qué fue lo que le hicieron en los campos de concentración. Dice que Mamá Pierri no es Nusia pero que así y todo, cada tanto, cuando la dibuja, se oye decir por dentro “ojo con lo que estás haciendo, no podés deshonrar la memoria de tu madre”. Hace un tiempo, probó con una terapia alternativa que propone trabajar con las “constelaciones familiares”.
     -Ahí descubrí que ella no podía verme porque entre los dos, tirados en el suelo, había cientos de cadáveres.


Pasó apenas dos veranos en Río Gallegos. Fueron de vacaciones, todos juntos, y se recuerda ayudando a su padre en la tienda, comiendo pan con muzzarella derretida, tomando café con leche, la salamandra humeando.
     -La pasaba tan bien. Mi viejo contrataba a un tipo para preparar el asado, comíamos chivito. No sé porqué fuimos sólo dos veces.
     Pero los recuerdos de esa infancia no son iguales para Esther, la hermana menor: “Todo lo que recuerdo de los placeres de la vida me lo dio mi madre. Era una mujer generosa y vital que siempre quiso sobreponerse a su historia, odiaba la melancolía. ¿Querés saber del Holocausto?, andá y leé, te decía, yo no te voy a contar. A mi papá vivía reclamándole que viviese con nosotros. Estaba muy enojada, era una mujer justa y él había roto un pacto. Ella nunca estuvo dispuesta a irse al sur, pero mi papá no pudo enfrentarse a su familia. ¿Las vacaciones en el sur? Horribles, una casa fea, esa soledad. Era lógico que mi madre después de lo que pasó en la guerra no quisiera ir ahí, al culo del mundo. Sergio tiene un recuerdo de mamá totalmente al revés que el mío, y una idealización de mi padre que no sé. Para mí, siempre estuvo ausente”.
     El 7 de julio de 1971 Esther cumplió 7 años. Esperaba la visita de su padre al día siguiente, pero el 8 de julio el teléfono sonó muy tarde. Recuerda gritos, corridas, y a sus primos, que vivían en el piso de abajo, diciéndole “Mataron a tu papá”. Un ladrón había asesinado a Julio Langer en el sur.
     -¿Y vos qué hiciste esa noche?
     -Seguí dibujando.
     “Julio Langer, mi papá, era un tipo cálido, bonachón y fanático de su trabajo. Amaba su tienda de ramos generales “La Confianza”, en Río Gallegos. Murió asesinado una fría noche de julio de 1971 por un tal Artemio Paredes, que se había ganado (ironías del destino) su “confianza”, y entró para robarle….”. Eso escribió al pie de un dibujo publicado para el día del padre de 2009 en el Diario Perfil. En el dibujo, copiado de una foto, se lo ve a él, con doce años, esforzándose por rodear la espalda del padre, los dedos aferrados a su hombro.


Lo que siguió a la noche del 8 de julio de 1971 fue la pelea de la madre con la familia paterna, la partida abrupta de los cuatro, las acusaciones, los reclamos, los juicios.
     -Fue como si se hubiese desatado una nueva persecución en su cabeza. Armó las valijas y nos fuimos a vivir a un hotel, después a otro, hasta que alquilamos un departamento, lejos de nuestro barrio de siempre. No sé de qué escapábamos, pero escapábamos.
     Pero, para Esther, lo que siguió a esa noche del 8 de julio de 1971 fue otra cosa: “Mi mamá me decía que ella vivió dos Holocaustos, uno en Rumania y otro acá con la muerte de mi papá. Ella nunca se sintió parte del clan de los Langer; una vez que él murió ya no tenía nada que hacer en ese edificio. Ella decía que yo había venido con un pan debajo del brazo, porque cuando nací empezó a cobrar una indemnización mensual como víctima del Holocausto. Le habían diagnosticado neurosis de guerra. Tenía que guardar los cartoncitos de las cajas de remedios que tomaba para dormir. Yo la acompañaba a la Embajada de Alemania; ella entregaba las hojas con todos los cartoncitos pegados y entonces le daban el cheque, a través de un vidrio blindado... era horrible. En eso Sergio tiene razón, aunque ella no decía una palabra, el tema siempre estaba dando vueltas”.


Después de la muerte del padre, el tío Iasha, el soldado en Stalingrado, cobró importancia en su vida. En él se apoyó su madre para criar a los hijos y con él Langer empezó a descubrir la diferencia entre los trazos gruesos y los trazos finos, porque Iasha también dibujaba: casas, muebles, objetos.
     -Una vez me mostró el dibujo de un modular. Las vetas de la madera, perfectas, casi las podía tocar. Me acuerdo que pensé, guau, así dibuja un arquitecto.
     Iasha era un ingeniero que siempre había querido ser arquitecto y que hizo lo posible para que Langer lo fuera.
     -Y fui arquitecto. Podría haber sido antropólogo, historiador, arqueólogo, licenciado en bellas artes, todo eso se me pasó por la cabeza.
     Esther dice que su madre no lo dejó estudiar arte: “Quería una carrera tradicional, algo seguro. Sergio siempre fue el rebelde, ´el loquito´ le decía. Él la enfrentaba y ella le ponía límites. Me acuerdo que cuando Sergio se enojaba le preguntaba ´Y vos, ¿qué hiciste con tu vida?´ y ella sin una palabra le contestaba señalándonos a los tres.”
     Intentó estudiar dibujo pero odiaba los modelos vivos, las naturalezas muertas; le salían figuras horrorosas que en nada se parecían a lo que tenía frente a los ojos.
     -Con alguna crisis en el medio terminé la carrera y empecé a trabajar en un estudio de arquitectura muy top de Barrio Norte.
     Odiaba el ambiente pero trabaja medio día y le pagaban muy bien; lo suficiente para cubrir, durante varios años, tres sesiones de análisis por semana.


Hoy no es un día tibio, pero la cocina está caliente. Hay macetas colgadas en las ventanas, estantes repletos de frascos, de latas viejas de galletitas. Se escuchan los gritos de los chicos que juegan en el parque.
     Aquel primer dibujo en Humor, a los diecinueve años, fue el comienzo de una producción que creció sin interrupciones. En Humor primero, en El Periodista después, encontró un espacio cada vez mayor para sus viñetas, que resumían la política y los temas de actualidad. Entonces, ya no quiso dedicarse a otra cosa. Una pelea con el dueño del estudio donde trabajaba inclinó la balanza de manera definitiva.
     -Ese día prometí dedicarme solamente a lo mío. ¿Cuándo fue? En el ochenta y siete, creo.
     En 1989 se sumó al staff del diario Sur como humorista gráfico y dibujante. Empezó a planear un viaje, largo, por Estados Unidos. La oportunidad se presentó antes de lo imaginado porque, a principios de 1991, el diario cerró.
     -Lo primero que hice con la plata que cobré fue sacar un pasaje a Río Gallegos.
     La pava silba, Langer permanece inmóvil, sentado en una banqueta alta.
     -A Nueva York.
     Un silencio largo.
     -Claro, a Nueva York.
     Llegó en 1991 y, sin perder un solo día, presentó sus dibujos en el Cartoonist & Writers Syndicate. Una estrategia bien planeada que le permitió conocer a muchos de los artistas que admiraba, tomar vino hasta el amanecer con Art Spiegelman en la terraza de su casa -justo un año antes de que recibiera el Pulitzer por Maus- y publicar sus viñetas, a través del sindicato, en medios como Newsweek, Miami Herald, Herald Tribune, New York Newsday y Los Angeles Times. No había pasado un año cuando Marcelo, su hermano mayor, lo llamó para decirle que la madre estaba grave, y Langer volvió. Nusia Barón murió en 1992, apenas unos meses después de su regreso.
     -¿Qué decía ella de tus dibujos?
     -Creo que no los entendía, pero estaba orgullosa, muy orgullosa.
     “Estaba muy orgullosa”, dice Esther, “creo que no los entendía pero estaba orgullosa. Y yo también. Admiro a mi hermano. Aunque no fue fácil entender su estilo, tan provocativo. Al principio me quedaba con la primera impresión, sin comprender la sutileza que hay detrás. Lo que él hace no es para todos. ¿Sabías que lo acusaron de antisemita, no? Por afuera se hacía el duro pero por dentro estaba muy mal. Sergio es un tipo intacto. Humilde, sencillo. Nada de lo que le pasa artísticamente lo ha hecho cambiar en su esencia”.

A los cincuenta años, en 2009, Langer viajó por primera vez a Europa, donde visitó un caserío en Jerez de la Frontera para pasar unos días a solas con Marcelo, el hermano mayor que vive allí desde hace casi diez años.
     Ahora, durante varios días, Marcelo, ingeniero civil, escribirá recuerdos sueltos y los enviará de a poco. La primera respuesta llega desde una mañana inesperadamente gris en Andalucía: “Nuestra separación creo que comenzó estando juntos, mucho antes de mi partida. Con Sergio fuimos bastante unidos, aunque mi rol de hermano mayor condicionó la relación. Asumí el rol de padre y nos distanciamos. Sergio siempre ha sido un espíritu libre e inquieto y se desentendía bastante de los temas familiares que yo asumí como propios”. A veces escribe al regresar del curso que debe hacer para recibir el subsidio de desempleo: “Sergio siempre ha dicho que de no ser por su trabajo se hubiera vuelto loco. Es algo que le envidio porque ha sacado fuera los fantasmas a través de ese humor desgarrado. Tengo sentimientos encontrados, una mezcla de admiración, un poco de amargura al saber cuál es su inspiración, y algo de envidia porque transformó el pasado en algo creativo”. Otras, esperando a que su único hijo, un adolescente que pasa algunos fines de semana con él, se vaya por ahí a vagar con sus amigos: “Estoy un tanto alejado de su obra y sé que no le complace, tampoco a mí. En algún momento empecé a ser crítico con algunos de sus trabajos, me parecía que a veces era un tanto zarpado. Sin embargo, compartimos unos códigos y un peculiar sentido del humor y, cuando conectamos, es realmente divertido. Me hubiera gustado participar más de lo que hace…incluso he fantaseado en trabajar juntos en humor, que a mí no se me da muy mal, y ser una pareja artística como los hermanos Coen, por ejemplo… pero bueno, eso se ha quedado en una hermosa fantasía, por lo menos para mí”.


Langer toma café sin leche. Corta una medialuna con el cuchillo. Come la primera mitad, después la segunda. Corta otra.
     Cuando volvió a la Argentina consiguió, muy rápidamente, publicar sus trabajos en varias revistas y diarios. Humor, Mística, Clarín, Pagina 12, La Prensa, Perfil, se sucedieron, a veces superponiéndose, durante los noventa. Langer se escurría entre las páginas y publicaba, por ejemplo, a tres hombres brindando con champagne: “La droga de Bolivia la vendemos en Chile y Brasil; compramos armas en Argentina para Perú, depositamos la plata en Uruguay y cualquier cosa rajamos al Paraguay…”; “¡Viva el Mercosur!”. O dibujaba a dos hombres, uno leyendo en voz alta: “Escucha: ´Diariamente en Moscú miles de personas revuelven la basura en busca de alimentos´”; “¡Uau, qué rápido se adaptaron al capitalismo”, contesta el otro metiendo la mano en el tacho para encontrar algo que comer. O a un señor que va al shopping y le pregunta a la vendedora: “Tiene las obras completas de Borges”; la mujer le contesta: “Sí, ¿qué talle usás?”, mientras le muestra remeras con la cara del autor de El Aleph. En alguna provincia argentina, una escuelita que se cae a pedazos recibe la visita de un ministro: “Disculpe Sr. Ministro, la maestra pregunta si además de las 20 computadoras, les conectarán el servicio de luz eléctrica y el agua potable…”; “¡Sí, como no….después de las elecciones”, responde el funcionario.
     En 1993, con Diego Bianchi, idearon El Lápiz Japonés, una publicación anual que reunía a jóvenes historietistas con otros más experimentados.
     -Había llevado una propuesta para hacer un libro con dibujos míos y de otra gente a algunas editoriales pero no tuve respuesta, entonces pensé que era el momento de hacerlo por mi cuenta.
     Cuatro números de la revista-libro fueron suficientes para convertirla en una publicación mítica. Langer dice que, sin proponérselo, su carrera se inclinó hacia un camino más independiente.
     -¿Cuándo un “Langer” empezó a ser un Langer?
     -A fines de los noventa, creo. Cuando empecé a publicar en Inrockuptibles.
     En ese momento se dio cuenta de que tenía que crear algo nuevo, empezar a ser un autor. Así nacieron Clase Media -una feroz crítica social que, a diferencia de La Nelly, nada tiene de amable- y Mamá Pierri. Al principio, dice, forzando los trazos, haciéndolos más digeribles. Pero fue un esfuerzo que no pudo sostener demasiado tiempo y las dos tiras pasaron, poco después, a Barcelona. En la primera historia de Mamá Pierri, una madre amenazante le grita a su hijo: “No quiero que te juntes con esos negros villeros ni con esos coreanos y menos que menos con esos judíos piojosos de la otra cuadra y tampoco con bolitas, perucas y paraguas, ni con esos pibes que tienen una madre desaparecida, ¿mentendíste?. El hijo responde: “Sí mamita, gracias por cuidarme, te quiero mucho”. Y ella: “Bueno, bueno, nada de mariconadas.”
     Mora, su hija de quince años, anuncia que se va a andar en bicicleta con una amiga.
     -¿Con pollera? No salgan de Agronomía. ¿Llevás celular? ¿Y plata? ¿Y la luz de la bici? Pasá por la bicicletería, que te ponga una. Decile que sos la hija del dibujante, aunque no sé si se va a acordar.

En el año 2000, Sergio Langer publicó su primer libro, Blanco y Negro (Eudeba, 2000), con esta dedicatoria: ¨A Simón Wiesenthal, mi superhéroe más querido¨. Langer le escribió una carta al reconocido cazador de nazis diciéndole que de chico soñaba con ser como él, y le envió el libro. Un día de septiembre recibió la respuesta de Wiesenthal: “me siento honrado por su dedicatoria, aunque algo perturbado porque no me considero un héroe….veo que tenemos muchas cosas en común, el humor, los dibujos, ambos somos arquitectos”. La carta venía acompañada por unos dibujos del campo de Mauthausen que había publicado en 1945. Langer desdobla la carta y la vuelve a doblar cuidando que cada pliegue respete la línea ya dibujada. Algunas viñetas de Blanco y Negro elegidas al azar: un padre le dice a su hijo -mientras señala las tierras infinitas en el horizonte- “Algún día, hijo mío, cuando eliminemos a los negros, los judíos, los comunistas, los latinos y los gays…todo eso será tuyo”. El padre lleva una cazadora con la inscripción Buchanan for president en la espalda. En otra viñeta, un militar en silla de ruedas piensa: “Corté un árbol, maté un hijo y quemé un libro, ¿qué más le puedo pedir a la vida?”
     Después, vendrán otros libros, muchos de ellos con Rubén Mira.
     -Cuando conocí a Rubén Mira, al Colo, un poco antes del 2000, yo era un tipo que publicaba, con mayor o menor suerte. A veces pensaba: qué infantil, querer ser reconocido, hago lo que me gusta, encontré una manera de vivir, de no volverme loco: no necesito nada más. Pero sí, necesitaba que aparezca un tipo como el Colo y me diga: “Vos sos un artista”.
     Con Rubén Mira escribieron tres libros: Burroughs para Principiantes (Era Naciente, 2001), Orgullos Castrenses (Comuna del Lápiz Japonés, 2002) y Cervantes para Principiantes (Era Naciente, 2005). En 2003, inventaron La Nelly, un personaje que ocupó un lugar central en la contratapa de Clarín entre 2003 y 2010, y que ahora tiene su espacio en la sección Ciudad.


En junio de 2003, treinta y tres años después del asesinato de su padre, Sergio Langer volvió a Río Gallegos.
     -Desde que mataron a mi viejo tuve la fantasía que, algún día, con mi hermano, volaríamos juntos, como dos superhéroes, para atrapar al asesino.
     Pero fue solo. Caminó los lugares que había recorrido con su padre, volvió al sitio donde había estado la tienda, habló con los amigos, los vecinos, tratando de comprender.
     - Por qué había elegido esa vida miserable. Investigué. Para descartar que tuviera otra familia. Para descartar que fuera gay. Fantasías que llenaban el lugar de los cabos sueltos.
     Confirmó que trabajaba como un burro, que su placer al final del día era comer, en la fonda del pueblo, una tortilla con seis huevos fritos. Removió cielo y tierra y, gracias a que ya era Langer, consiguió leer el expediente del crimen. Ahí estaban, frente a él, las declaraciones de su madre, los testigos, la policía. Y las fotos de su padre muerto y del hierro con el que lo habría matado Artemio Paredes, el sospechoso todavía prófugo. El vuelo de regreso fue de esos que dan miedo.
     -Cuando bajé estaba Susana, esperándome. La abracé y le dije: Mañana nos compramos un auto, yo no soy, no voy a ser como mi viejo.
     Pocos días después recibió un llamado desde Río Gallegos: habían visto al sospechoso y lo habían reconocido. Langer habló con un abogado amigo y pidió la captura desde Buenos Aires.
     -Sentí que gracias a mi dibujo, gracias a que era Langer, me habían dejado ver el expediente. Y que porque era Langer estaban dando, en ese momento, el alerta a las patrullas, los hospitales, las estaciones de trenes y colectivos. Para atrapar a Paredes. Cuando corté, me sentí Superman.
     Nunca supo si lo capturaron o no. No quiso saber.

Entre todos sus libros, el que más le gusta es Manual de Historia Argentina, de Carlos a Néstor (Pequeño Editor, 2005). En el prólogo, María Seoane escribe: ¨Hace muchos años, en una galaxia llamada suplemento Zona del diario Clarín, Langer aterrizó con sus naves espaciales...Desde su desembarco en 1998 y durante estos años dramáticos y farsescos, las naves estuvieron allí, cada domingo, para iluminarnos con su humor ácido y el estilo grotesco que es nuestro verdadero estilo nacional¨. Una viñeta de Manual de Historia…elegida al azar: la justicia -personificada en una mujer vestida de blanco- camina a tientas, los ojos vendados, busca sin ver mientras los jueces se burlan de ella: le han quitado la balanza y la apuntan por la espalda con armas blancas.
     Mamá Pierri, su último libro, tiene una dedicatoria que dice, más o menos, así: “A Nusia, mi mamá, a la mamá de mi mamá, a la idishe mame, a la mamma tana, a la pachamama, a la reina madre, a las madres de la plaza (línea fundadora), a las madres del dolor, a las del paco, a la madre patria, a las merqueras, golpeadas, garcas, boludas, fachas, putas, zurdas, locas, empastilladas, asesinas, adolescentes, adoptivas, lesbianas, sidosas, a las madres hijas de puta, a Mamá Pierri, a…, con amor. Langer”
     -Soy un perfeccionista, pienso un libro y me lleva cuatro años darle forma. Cada página de Mamá Pierri es una noche sin dormir. O sea que son ciento dos noches sin dormir.
     Susana, su mujer desde hace veinte años, entra y Langer le muestra el primer ejemplar de Mamá Pierri que acaba de recibir. Ella lo felicita, pero su cara dice otra cosa.
     -El tío Iasha se cayó en la calle. Hay que ir al hospital.
     Todavía se queda unos minutos mirando el ejemplar, buscando quién sabe qué entre las hojas.
     -Hoy cumple años Mora.
     Ya es casi de noche. Los faroles están encendidos, los caminitos del parque un poco húmedos. Langer deja su taza entre dos frascos de vidrio. En uno guarda todos los pedacitos de lápices HB que ya no puede usar.
     -Es mi cementerio de lápices. Quiero que los entierren conmigo.
     Apenas hay viento, el ruido de algún auto que pasa.


Mónica Yemayel
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2011
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1 comentario:

Anónimo dijo...

qué buena cronista, Monica, impecable.

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