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Crónica de una chica con pretendiente sado y fondo de secuestro, por Giovanna Rivero


adie vive en La Paz impunemente. Lo supe al cabo de apenas seis meses de haber estado viviendo en esa ciudad y lo saboreé durante los tres años restantes. Tres años que, con la manía que tengo de asignarle a todo un género literario o cinematográfico: esto es un thriller, esto es una telenovela mexicana, esto es una comedia de enredos, todavía los considero como los inolvidables tres años de mi bildüngsroman, es decir, los años del aprendizaje.

Llegué a La Paz en 1990, estrenábamos la década y yo estrenaba, por fin, una vida lejos de mis padres. La vida universitaria que me esperaba, sin embargo, incluía en su misión pedagógica una violenta educación sentimental que tenía entre ceja y ceja a la ingenuidad provinciana. Porque yo era de provincia. Nunca he dejado de serlo. La impronta de esa pertenencia al margen aprende a disimularse, cuando es necesario, pero está ahí, lista para brillar y traicionar.


En junio de ese año el CNPZ (Comando Néstor Paz Zamora) secuestró al empresario Jorge Lonsdale, presidente de la subsidiaria de la Coca Cola, y lo mantuvo cautivo durante seis meses, lo que dura un culebrón. Esa era, pues, la mejor telenovela que mis compañeras de apartamento y yo podíamos mirar cada noche, al volver de la universidad. Vivía con cuatro muchachas de distintas partes del país, dos de ellas habían estudiado de intercambio en Alemania y Estados Unidos, y las otras dos eran hijas de ganaderos benianos que les hacían llegar enormes encomiendas con conservas de frutas, carnes y dinero extra cada fin de semana. Fue en la intimidad que el provincianismo comenzó a dolerme, a oscurecer mi carácter. De ahí a tirarme la plata que mi padre me enviaba para pagar el semestre en la Universidad Católica Boliviana hubo un paso. No sabía cómo lidiar con el margen. El margen se me notaba en la ropa, en los gestos, en mis eses cambas aspiradas, en la sonrisita altanera que adopté para camuflar mis nervios, en la ignorancia salvaje respecto al cinismo que toda ciudad grande cultiva. Yo ideaba una y mil estrategias para disimularlo.


Los únicos momentos auténticos los experimentaba en mis paseos por un parque de Obrajes. Me gustaba sentarme en un banquillo a leer. La típica. Pero en realidad no leía, me protegía detrás del libro, intentaba comprender qué hacía yo ahí, en medio de la contradicción, por qué papá, que se decía izquierdista, no había querido que yo estudiara en la UMSA, entre verdaderos trotskistas, sino que se esforzaba por pagarme una universidad privada y clerical, a la que asistían hijos de ministros en descapotables azules, ni siquiera rojos, como en mis fantasías. 
 

Una noche, al regresar de estos paseos, encontré a las muchachas en un estado de alegre histeria. Una de ellas había bajado a tender la ropa a un profundo desnivel del terreno que funcionaba como patio (La Paz se presta a esos retorcimientos arquitectónicos), en el que además había un depósito clausurado. Sin embargo, ese atardecer no estaba el candando que sellaba la puerta y ella cedió a la curiosidad. La penumbra comenzó a dibujar los rostros nerviosos de dos de los secuestradores de Jorge Lonsdale. Se veían más flacos que en las fotografías de la tele, pero eran ellos. Le dijeron que no se le ocurriera hablar, que el dueño de todo ese conglomerado de cuartos para estudiantes era parte del Comando. Le dijeron que se solidarizara con su causa. Eso o morir (variante apurada de “patria o muerte”).


Ella nos lo contaba por pura responsabilidad y emoción, pero ¡ay de nosotras si abríamos el pico!

Oh, por Dios, en ese momento yo necesité tanto contarle a mi padre lo cerca que estaba del vértigo izquierdista, decirle que el destino se las arreglaba para que yo experimentara mi propia utopía. Pero me aguanté. Quería que ese secreto se metabolizara en mi temperamento para hacerme más profunda, más interesante. 
 

Mis paseos por el parque se tiñeron de ese misterio. Una tarde se detuvo un descapotable, era rojo, y tal vez por eso, y porque ese día yo cumplía dieciocho años y quería convertirme en una chica de ciudad, acepté conversar con el muchacho rubio que me sonreía. Fuimos a tomar un café y luego acepté ir a su casa. Escuché un rock brutal, tomé una cerveza y de pronto me vi intentando sacarme al tipo de encima. Por supuesto, no le gustaba mi resistencia, pero no quería aún gastar su violencia. Iría paso a paso.


Abrió su clóset y ante mí se desplegó una siniestra colección de implementos sadomasoquistas. Cinturones de cuero de distinto grosor, con y sin tachuelas, con y sin púas metálicas, esposas, fustes, botas, antifaces, gorras tipo nazi y hasta una máscara antigas coexistían allí en promiscua hermandad. De esa fauna el tipo extrajo algo que parecía una armónica y, al contacto de su pulgar, de ese rectángulo surgió la hoja brillante de una navaja.


Recuerdo que tragué saliva y que mi saliva me supo amarga. Y recuerdo que pensé que era demasiado injusto que la única vez que me había animado a comportarme como alguien liberal, una chica moderna, me tocara ser la presa en ese siniestro juego de la cacería. Por esos meses había conocido a una compañera tan o más outsider que yo (outsider era entonces el término de moda para designar a todos los que no se habían enterado de que los noventa habían llegado impúdicos, desacomplejados, modernísimos) y ella me había compartido lo que sabía de astrología. Pensé entonces que yo era el cruce interior de una cuadratura terrible entre planetas nefastos. Plutón, el que alecciona a través de la violencia sexual, los orificios del cuerpo y las prácticas ilícitas, se había ensañado conmigo. 
 

Sin embargo, en lugar de suplicar, de decir “no, por favor” o “ya es hora de volver a casa”, le exigí a mi sádico anfitrión que me diera la llave de su cuarto, que qué se había creído. El sujeto me miró profundo por algunos minutos. No puedo saber si yo temblaba o estaba pálida, si la sonrisita altanera me transformaba la cara, pero recuerdo hoy, tantos años después, que me dije: No voy a venirme de mi pueblo para que me vean la cara de pelotuda, vine a estudiar en una universidad carísima.

Es posible que esa furia sostenida por el provincianismo herido haya disuadido a mi cazador de llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias. Es posible también, si me detengo ahora en la media sonrisa juguetona que le apareció en la cara de ‘jailoncito’ de la zona Sur, acaso como un reflejo de mi propia sonrisa-tic, que el tipo haya creído que yo aceptaba sus reglas y que el juego recién acababa de comenzar. Entonces arrojó las llaves contra mi pecho. “¡Cerdita!”, dijo a carcajadas (he exorcizado esa cochina palabra en muchos cuentos, pero todavía hiede). Lo encerré en su cuarto y bajé desaforadamente las escaleras.


Esa noche no les conté nada a las chicas. Estaba muerta de vergüenza y de indignación.

Tampoco volví a leer o fingir que leía en el parque de Obrajes. Reemplacé los minutos de autenticidad por la contemplación del nevado Illimani. El hecho de que se mantuviera impávido, soberbio, resplandeciente ante las desgracias de la ciudad me tranquilizaba y me irritaba. Su maldad gélida, el modo en que al llegar la noche se desentendía de los humanos, me helaba el corazón a mí también.


Ese semestre murieron dos compañeros. Pero había algo de natural en la fatalidad.

Varias semanas después por fin le conté a mi padre que dos de los secuestradores estaban escondidos en el desnivel de nuestro terreno. Eso explicaba su supervivencia, el hecho de que ni la Policía ni el ejército los hubiera encontrado. Escuché un carraspeo incrédulo al otro lado de la línea. Preguntó que qué hacían ahí, ¿quién entonces se encargaba de cuidar a Lonsdale? ¿Quién les alcanzaba comida? Preguntas elementales que yo no me había planteado ni por un instante.


Esa misma noche les dije a las chicas que yo quería bajar al patio y llevarles hamburguesas a los secuestradores. La que había estudiado en Alemania comenzó a reír y luego se unieron las otras tres. ¿En serio me había creído que esos terroristas se habían refugiado en nuestra propia casa? ¿De qué lugar del mundo venía yo? Esto es una leyenda urbana, my dear, dijo la que había estudiado en Estados Unidos.


Tres días antes de que se acabara el semestre y nos despidiéramos para pasar las navidades con nuestros padres, dos noticias terminaron con los restos más tercos de mi ingenuidad. Todos los canales de televisión reportaban el fatal tiroteo que se había librado entre los secuestradores de Lonsdale y las fuerzas de seguridad del Estado. El italiano que lideraba el Comando y que supuestamente se había escondido en nuestro patio era una de las primeras víctimas. También el propio Lonsdale. 
 

Si bien todo lo del refugio en el patio había sido una leyenda urdida por mis compañeras de apartamento para castigar las novatadas, de alguna manera me sentía cómplice de esa fallida subversión. En serio me hubiera gustado que el líder italiano, un ex jesuita que había ideado toda esa épica, estuviera ligado a mí, a mi tímida revolución, aunque fuese por accidente. Nos unía el equívoco, el haber creído que, por su cielo límpido y sus calles angostas, empinadas y artríticas, La Paz era un lugar domesticable. No sabíamos que así como avanza hacia el cielo, la ciudad puede ensimismarse en sus propias entrañas, como un Saturno narciso y obsesivo. Habíamos habitado apenas su superficie, dando saltitos aquí y allá, como astronautas quisquillosos, y esa ignorancia tenía un costo, el que suele cobrar la Pachamama.


La otra noticia apareció una sola vez en un canal alteño alternativo y popular. Tres muchachos que estudiaban en la escuela militar habían sido acusados por una joven de su mismo círculo social de haberla drogado y obligado a participar en una hot party. Con el corazón a mil les conté recién a mis compañeras sobre el pánico que había experimentado en la casa del cabrón rubio, el que aparecía ¡en medio de la toma! 
 

Las chicas, acostumbradas a la invención de leyendas urbanas, me miraron con el escepticismo prematuro de las veinteañeras y dijeron que esa historia no me aportaba nada, era una venganza barata. “Aportar algo”, por ese entonces, se refería al tipo de anécdotas o experiencias que te subían de nivel, que te rodeaban de un halo glamoroso y sensual.


La segunda noticia no volvió a salir nunca más ni en ese ni en ningún canal de televisión. Eran, claro, “jailoncitos” de la zona Sur y sus excesos y travesuras podían ser borrados de la historia de la humanidad. 
 

Explicarle a mi padre por qué debía el semestre completo de la Católica fue, en medio de todo, el verdadero momento de autenticidad de ese año, suyo y mío. Los dos años y medio que me quedaban en La Paz aguardaban por mí con nuevas pruebas, pero ahora estaba lista para arrancar la flor completa, con su aroma y sus espinas. Y aun masticar sus pétalos con la voracidad de una cerda.

Giovanna Rivero



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1 comentario:

Anónimo dijo...

Me acuerdo de esta historia y también de la otra querida amiga y siento que yo también fui provinciana, una mujer mayor sin ninguna experiencia en la vida, encerrada entre las plumas de mi mamá siempre pense que tu sabias más que yo... jajaja que ingenua fui. Psalas

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