RELATOS

Don Quijote, por Víctor Montoya


Me ingresaron en este corral de locos, donde paso horas enteras queriendo amarrarme los dedos como el nudo de una corbata.
     Me agarro la cabeza y camino aquí y allí, sin saber qué hacer ni qué decir. A veces, de puro aburrimiento, contemplo el retrato de don Quijote, que la psiquiatra, dulce como doña Dulcinea del Toboso, colgó en la pared del cuarto. Otras veces, atraído por el trino de los pájaros, salgo al patio y me siento a la sombra de un árbol, por donde pasa y repasa cada loco con su tema.
     Los locos hablan y hablan como locos. Hablan de la misma cosa y están al pedo. Uno dice: soy Jesucristo, y nadie le cree. Otro dice: soy Buda, y tampoco nadie le cree. Yo les digo que soy don Quijote de la Mancha y se parten de la risa.
     Entonces, herido en mis profundos sentimientos, los miró uno a uno y les pregunto:
     –¿Por qué se ríen?
     Ellos callan un instante. Luego contestan:
     –Porque el loco no era don Quijote, sino el Manco de Lepanto, alias Miguel de Cervantes.
     Ante semejante ocurrencia, me retiro de la sombra del árbol y me meto en la sombra del cuarto, donde está el retrato del caballero de la triste figura, enfundado en herrumbrosa armadura y montado en un rocín de mirada loca.

Víctor Montoya (Bolivia/Suecia)

Imagen: Octavio Ocampo
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RELATOS

Masacre minera, por Víctor Montoya


La noche de San Juan, las nubes encapotaron el resplandor de la luna y los vientos soplaban con furor incontenible.

En las calles, donde la luz se desvanecía como en las galerías de la mina, se encendieron las fogatas haciendo crepitar las piedras; entretanto Juan, el dirigente minero, acabó de acostar a cinco de sus hijos en una misma cama. Apagó la vela y se tendió de espaldas junto a su mujer.

Juan se mantuvo en vigilia, escuchando la risa de las mujeres y las voces de los obreros que bebían largos tragos de aguardiente. Cavilaba en la posibilidad de que el ejército, amparado por la noche, cercara el campamento minero. En efecto, poco antes de despuntar el alba, las bocas de los fusiles, más cortas que las bayonetas, estaban prestas a incendiar la atmósfera con vómitos de fuego.

Cuando las fogatas comenzaron a languidecer y los borrachos a dormir, ráfagas intermitentes hicieron florecer carnes entre alaridos que se oían por todas partes. Las calles eran teñidas con sangre y niños aterrados se escondían detrás de las puertas, acosados por las balas que zumbaban en el aire.

Juan, deslumbrado por los tiros de artillería, concibió la idea de correr al sindicato, con la intención de tocar la sirena y convocar a la huelga. Se vistió a tientas, abrió la puerta por donde entró un aire glacial a golpes y a su espalda alguien estalló en sollozos. Pero él, sin volver la mirada, ganó la calle, alzó el cuello de su chaqueta de cuero negro y avanzó adosado a la pared.

En una de las calles, donde los bazukazos hacían volar puertas y ventanas, una mujer plañía su dolor junto al cadáver de su marido.

El dirigente minero, sintiendo el latido de su corazón cerca de la boca y los látigos del viento en la cara, siguió ganando distancia, esquivando los bultos que se desangraban en el suelo.

En una acera cubierta de grava, muy cerca del rescoldo menguante de una fogata, vio desplomarse a un hombre sobre un hervidero de balas y, en la acera de enfrente, a una mujer que yacía con el vientre destrozado, en medio de un círculo de sangre que crecía debajo de sus polleras.

Al llegar a la sede del Sindicato, empujó la puerta con el hombro y corrió por las gradas en dirección a la sirena. En el rostro tenía una expresión de pavor y en la boca contenía un aliento a coca y mal de mina.

La sirena llenó el campamento minero con sonidos fúnebres. Juan descendió las gradas apoyándose en la baranda, mas apenas llegó a la puerta, los ojos se le agigantaron frente al brillo de las bayonetas, parecidas a las estalagmitas bajo el color sonrosado de la aurora.

Un capitán, adelantándose al piquete de soldados fuertemente armados, puso el frío metal del revólver entre los ojos de Juan y de un tiro le partió la cabeza. La víctima cayó violentamente de bruces y, con una mueca de dolor y espanto, quedó tendido tras rozar las bayonetas.

Víctor Montoya (Bolivia / Suecia) 
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PIES DE IMAGEN

Un grabado de Gustave Doré, por Víctor Montoya



La imagen de Caperucita y el lobo, metidos en una misma cama como una pareja incompatible, siempre me ha provocado un extraño morbo por su carácter insólito y porque permite fantasear un erotismo perverso que, de un modo consciente o inconsciente, está implícito en la trama de este cuento clásico de la literatura infantil.
    Si bien es cierto que se conocen varias versiones de la “Caperucita Roja”, no deja de ser menos cierto que las más conocidas, al menos las que lograron vencer al tiempo para llegar hasta nosotros con la misma frescura y espontaneidad con que fueron narradas, corresponden a los Hermanos Grimm y a Charles Perrault, quien, tras haber escrito loas al rey de Francia hasta los 55 años edad, tuvo la brillante iniciativa de rescatar las consejas de la tradición oral para después publicarlas, tras modificar o censurar la crudeza de las versiones originales, en su libro "Los cuentos de la mamá Gansa" (1697), en el cual destacan: “La Bella Durmiente”, “La Cenicienta”, “Piel de asno”, “Pulgarcito”, “Barba Azul”, “El gato con botas” y “Caperucita Roja”, que alcanzó una fama inusitada junto a las ilustraciones realizadas por un joven Gustave Doré para una edición de mediados del siglo XIX.
    Está claro que Gustave Doré, que ilustró con maestría y genialidad obras como la Biblia y el Quijote, supo plasmar el hondo contenido social y moral de “Caperucita Roja”, sin más recursos que la fuerza de la imaginación y el dominio impresionante de las técnicas del grabado, cuyas posibilidades gráficas lo tenían fascinado desde los 15 años de edad.
    Supongo que cuando Doré leyó el cuento de Perrault, lo primero que acudió a su mente fue la idea de cómo captar el instante en que Caperucita se mete en la cama donde está aguardándola el lobo feroz, con la mirada encendida, las garras afiladas y el hocico babeante. Supongo también que, una vez concebida la idea, como en un trance de alucinación, no le quedó más remedio que trazar líneas, con instrumentos punzantes y cortantes, sobre la superficie de una plancha metálica, en cuyas huellas se alojaría la tinta para luego ser transferida por presión sobre la hoja de papel, donde este grabado quedaría inmortalizado para siempre, tanto para el gusto como para el disgusto de millones de lectores alrededor del mundo.
    Durante la Edad Media, conforme a las normas éticas y morales establecidas por la Iglesia, se usó la moraleja de “Caperucita Roja” para controlar la conducta sexual de las niñas en el umbral de la pubertad, tomando en cuenta que la caperuza, uno de los mayores atributos de la protagonista, simboliza la primera menstruación según los psicoanalistas como Bruno Bettelheim y otros estudiosos de los cuentos de hadas. Por lo tanto, las niñas en la edad de la pubertad tenían la necesidad de cuidarse de las malas intenciones de los desconocidos que, con el mismo libido y la misma astucia encarnados por el lobo, merodeaban a las muchachas desprevenidas en el bosque, incitándolas a incurrir en el pecado de la carne.
    Aunque este cuento, lleno de sabiduría popular y encanto, es una de las joyas favoritas de la literatura infantil, no deja indiferente a los lectores adultos que, a diferencia de los niños y las niñas, le buscan y rebuscan otros trasfondos que desbaraten el “final feliz” y la simple moraleja planteada por Charles Perrault, quien quiso prevenir a las jovencitas que entablaban relaciones con desconocidos.
    No es para menos, recordemos que Caperucita se encontró con el lobo en un bosque. Él le preguntó hacia dónde iba y ella le contestó que a casa de su abuelita, que estaba enferma y esperando su merienda. Entonces el lobo, en su afán por hacerla suya, se valió de sus artimañas para engañarla. Tomó el camino más corto y llegó antes a la casa de la abuelita. La anciana, al escuchar los golpes en la puerta, preguntó: ¿Quién es? El lobo fingió la voz y se hizo pasar por Caperucita. Una vez que entró en la casa, se comió a la abuelita de un solo bocado y esperó a Capercita acostado en la cama, donde la niña no tardó en meterse en busca de calor y cariño.
    Este magnífico grabado de Gustave Doré, que retrata a una Caperucita de rostro angelical y a un lobo disfrazado de abuelita, no sólo recrea el mejor episodio del cuento, sino que despierta un universo de fantasías, que van desde las más ingénuas hasta las más perversas. Más todavía, tengo la certeza de que cualquiera que contemple esta ilustración, despojado de todo prejuicio y atadura moral, sentirá la tentación de modificar el desenlace del cuento, como el que propongo a continuación:
    El lobo feroz, acostado en la cama de la abuelita, preguntó con voz temblorosa:

–Caperucita, ¿para qué tengo los ojos tan grandes?
–Para mirarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo la lengua tan larga?
–Para lamerme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo las garras tan fuertes?
–Para agarrarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo los dientes tan afilados?
–Para comerme mejor, señor lobo.

    El lobo feroz, al darse por descubierto, se puso nervioso y balbuceó:

–¿Y para qué tengo la cola tan larga, Caperucita?
–¡Para estrangularte mejor a la hora de comerme, bestia peluda!

    El lobo saltó de la cama y, sin quitarse el camisón de la abuelita, salió en estampida rumbo al bosque.

Víctor Montoya (Estocolmo)
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NOTICIAS DE AYER

La noticia que conmocionó a Suecia, por Víctor Montoya


El asesinato de Olof Palme, acaecido el 28 de febrero de 1986, aproximadamente a las 11 de la noche, salta a la memoria apenas se ponen los pies en Sveavägen. Lo extraño es que en la esquina de esta calle, donde el cuerpo cayó fulminado por el disparo, no quedan más rastros que una placa empotrada en el suelo, en cuya inscripción se lee: “På denna plats mördades sveriges statsminister Olof Palme” (En este lugar fue asesinado el primer ministro sueco Olof Palme).
A dos cuadras más allá, en el cementerio de la iglesia Adolf Fredrik y cerca del Cine Grand, donde asistió por última vez en compañía de su esposa, se encuentra su modesta tumba, en la cual destaca una lápida en forma de roca en lugar de un busto o un monumento de bronce. En la tumba no faltan las flores ni las visitas de quienes, en actitud de respeto y admiración, hacen acto de presencia con un silencio sepulcral, ya que los suecos, poco acostumbrados a los discursos solemnes y a la grandiosidad de los mártires, prefieren conservar a su carismático líder en el corazón que inmortalizarlo en una efigie de metal bruñido.
Olof Palme, a pesar de provenir de una familia acomodada, se inclinó hacia la causa de los desposeídos y abandonó los privilegios que le brindaba su entorno social. Los viajes por varios países, entre ellos Estados Unidos, donde obtuvo el bachillerato en Kenyon College de Ohio, le enseñaron a contemplar el mundo desde la perspectiva de la injusticia social, la desigualdad económica y la discriminación racial.
Todos coinciden en señalar que desarrolló una brillante carrera en las filas de la socialdemocracia desde 1953, año en que fue captado por el entonces primer ministro Tage Erlander, quien lo invitó a trabajar en su gabinete, donde ocupó varios puestos de importancia, hasta que fue elegido líder del Partido Socialdemócrata y primer ministro de Suecia en 1969.
En su ajetreada carrera política, como todo defensor del pacifismo e internacionalismo, realizó una labor significativa en la ONU durante el conflicto bélico entre Irán e Iraq. Adoptó posiciones radicales en defensa de las luchas de liberación en África, Asia y América Latina. Rompió relaciones con las dictaduras militares, condenó enérgicamente el holocausto nazi, la política del apartheid sudafricano y la guerra del Vietnam. Se declaró simpatizante de la Organización para la Liberación de Palestina, del régimen socialista de Salvador Allende y de la revolución cubana de Fidel Castro, a quien lo consideraba un buen amigo.
Sus ideas reforzaron las bases programáticas de la socialdemocracia europea y sus discursos controvertidos lo convirtieron en una de las personalidades más influyentes y polémicas de su época. La izquierda lo admiraba por sus ideales de justicia y libertad, mientras la derecha, atrincherada en las concepciones más reaccionarios y fascistas, lo consideraba su enemigo principal.
Su asesinato conmocionó al mundo entero. Nunca antes se había matado a tiros a un mandatario de Estado en las calles de Estocolmo. Cuando la noticia trascendió a la prensa, nadie se lo podía creer aquella mañana gélida y nevada del 29 de febrero, sino hasta que la televisión mostró el lugar donde se perpetró el crimen. Toda la nación quedó en estado de shock, como levitando en el vacío. Todos se preguntaban el porqué de este asesinato que, desde el primer instante, se trocó en una mancha de sangre y en una herida abierta en el subconsciente colectivo.
La investigación del caso, que sigue siendo uno de los más misteriosos en los anales de la historia criminal, ha costado mucho dinero y esfuerzo, pero nunca se llegó a saber, a ciencia cierta, quién fue el autor del crimen, por mucho que se invirtió millones en su captura y se formaron varias comisiones tanto a nivel de gobierno como a nivel de las fuerzas de seguridad de la policía sueca (SÄPO).
Su esposa, Lisbeth Palme, fue la única que alcanzó a ver al asesino, quien, tras descargar el arma de fuego, se alejó corriendo por las gradas de un callejón en penumbras; más tarde, durante el proceso de la investigación, declaró que el hombre que vio esa noche era Christer Pettersson, un alcohólico y toxicómano que fue detenido en 1988 y luego absuelto por falta de mayores evidencias.
El crimen, que generó una serie de “teorías de conspiración”, unas más incoherentes que otras, se prescribirá el 28 de febrero de 2011, veinticinco años después del asesinato, y el aparato policial será declarado incompetente ante la opinión pública, ya que nunca hubo un Sherlock Holmes capaz de desvelar los móviles del crimen ni detectives capaces de dar con el paradero del asesino, quien apareció y desapareció esa misma noche como alma que lleva el diablo.
Lo cierto es que la muerte de Olof Palme, que tenía enemigos en el interior de los gobiernos racistas y dictatoriales de la época, pudo haber sido tramada y perpetrada por cualquier organización nacional o internacional. Los sospechosos se cuentan a montones. No se descartan a los agentes de la CIA ni al gobierno de Augusto Pinochet, cuyo yerno, Roberto Thieme, fue sindicado como el presunto asesino por el periodista sueco Anders Leopold en el diario chileno “La Cuarta”, el 7 de marzo de 2008.
El pueblo sueco, sin perder la paciencia ni las esperanzas, espera que algún día, más temprano que tarde, las instituciones pertinentes revelen el nombre y el rostro de los responsables de este alevoso crimen, para que sobre ellos caiga sin contemplaciones la justicia popular y todo el peso de la ley.
Víctor Montoya (Bolivia / Suecia)
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PIES DE IMAGEN

El monstruo de la mina, por Víctor Montoya



En el paraje más profundo y alejado de la mina, donde se detuvo el tiempo en un tiempo sin tiempo, habita un monstruo de dos cabezas, cuatro piernas y cuatro brazos.
    Los mineros que lo vieron de lejos, entre la pálida luz de las lámparas y las cortinas de la oscuridad impenetrable, cuentan que el monstruo se alimenta con el cadáver de quienes perdieron la vida en los buzones de la galería.
  Dicen también que el monstruo, de cuernos retorcidos y ojos rutilantes, llora como un niño abandonado y da vueltas sobre sí mismo, mordiéndose la cola que a veces restalla como un látigo de fuego.
  Los mineros, conocedores de los secretos escondidos en el seno de la montaña, aseveran que el monstruo es la criatura que el Tío tuvo con una chola, a quien le quitó el honor y la embarazó en un solo acto de amor.
  El monstruo de la mina, hijo legítimo del Tío y heredero único de las riquezas minerales, se les aparece sólo a los mineros que pierden la razón de tanto haber pijchado y bebido.

Víctor Montoya (Bolivia /Suecia)

Sobre Víctor Montoya: https://www.victormontoyaescritor.blogspot.com/
También de Víctor Montoya en EdM/octubre: https://escritoresdelmundo.com/2010/10/por-que-escribo-microrrelatos-por.html Seguir leyendo
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¿Por qué escribo microrrelatos?, por Víctor Montoya


ace no mucho, una acuciosa lectora de mi obra breve pero sustancial, me disparó, con cierta sonrisa irónica y mirada de pícaro animal, la pregunta del porqué escribía microrrelatos. La pregunta me atravesó de lado a lado, hasta que me repuse del impacto y, armado con lo mejor de mis argumentos, le contesté, simple y llanamente, que si escribía microrrelatos era porque se me pegaba la santísima gana. Luego, en un intento por ser más explícito, le dije que mis microrrelatos son una apuesta por la literatura futurista cuyas innovadoras técnicas responden a las exigencias de un mundo más moderno, donde el tiempo es plata y la prosa breve es oro.

    El desafío del creador de relatos breves no sólo va contra el reloj, sino también contra las corrientes literarias tradicionales, donde un mamotreto era necesario para conciliar el sueño de un empresario insonme y ocupar las horas de ocio de una damita encumbrada, quien tenía por diversión comadrear con las amigas o leer un libro de largo aliento en la mecedora de su alcoba.
    Ahora que los tiempos han cambiado, y las mujeres disponen de menos tiempo que en el pasado, es necesario crear una literatura que esté a la altura de las exigencias que demanda el acelerado ritmo de vida. Por eso mismo, los mamotretos de antaño son reemplazados cada vez más por las obras que, tanto por su extensión como por su precisión, son verdaderas piezas de orfebrería; comienzan en la condensación semántica y culminan en el instante de la revelación.
    En los libros de prosa breve, que se acomodan mejor a las posibilidades del lector y a las técnicas de la informática, el escritor pone a prueba su capacidad de síntesis, re-creando, con pasmosa naturalidad, situaciones diversas por medio de personajes arrancados de la realidad y la fantasía.
    Como comprenderás, le dije a mi lectora, correspondo a esa categoría de narradores que, casi de manera enfermiza y acostumbrados a valorar lo efímero en la literatura, cultivan una prosa breve, mientras más breve mejor. Se trata de una literatura que está muy cerca de prosa poética y que, al mejor estilo de los haikus, se parece a un félido veloz y cimbreante, constituido más por músculos que por grasa.
    Mi lectora, al advertir que mi explicación se me iba haciendo larga, larguísima, se tragó su pregunta, me regaló una sonrisa más amable y, a tiempo de despedirse, dijo: No dudo que al paso que avanzas, sin prisa pero sin pausa, un día me sorprendas con otros microrrelatos más micros todavía, como un mago de la palabra escrita, que siempre tiene más sorpresas escondidas en las mangas de la camisa.

Víctor Montoya (Bolivia / Suecia)
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