APUNTES

El Sapo Sumergido. Cuarenta años después de El mundo según Garp (1978) de John Irving, por Mónica Yemayel


Un niño mira el mar desde la costa. Hace guardia. Cree que si espera lo suficiente, el sapo sumergido sobre el que tanto le han advertido sus padres y su hermano se asomará a la superficie y entonces él podrá saber cómo es ese monstruo capaz de tragárselo en un instante. Pasan tres veranos. El niño, en su casa de la playa, siempre mira el mar desde la orilla. Hasta que un día la familia le pregunta qué hace ahí tan quieto observando el horizonte mientras el agua le roza apenas los pies. El niño dice que quiere ver al sapo sumergido. La respuesta revela la confusión; son norteamericanos y en inglés sapo sumergido suena exactamente igual a corriente submarina -Undertow y Under Toad-. Así, durante todo ese tiempo, mientras la familia alertaba al niño sobre el peligro del mar –cuidado con la corriente sumergida, hoy está fuerte, hoy está malvada, hoy te puede llevar-, la amenaza tenía para él la forma de un gran sapo que podía emerger de pronto y arrancarlo de su mundo. Desde aquel día, cada vez que la madre o el padre tienen un mal presentimiento, cada vez que desciende sobre la familia el pálpito nítido de una desgracia, ellos hablan de la presencia del sapo sumergido –hoy está fuerte, hoy está malvado, hoy nos puede arrastrar-. Cuando eso pasa cada uno hace lo que puede para aliviarse y aliviar al otro. A veces, el padre envuelve a la madre del niño en un abrazo y le hace el amor con una ternura infinita para espantar la amenaza. A veces lo consigue y el sapo sumergido queda en pausa. Como si la ilusión, el deseo, el amor o la vida pudieran prolongarse un poco más. Como si pudiera cambiarse la flecha del destino. Quienes hayan leído El mundo según Garp saben que estos personajes son parte de la novela que consagró a John Irving. Saben también que el sapo sumergido es una presencia inolvidable. Es posible que muchos se hayan imaginado siendo aquel niño que espera en la playa descubrir cuál es el rostro del monstruo, es posible que se hayan dejado abrazar y hacer el amor con la ilusión de poner al sapo sumergido en pausa, y es posible que hayan descubierto, muy pronto, que ni siquiera así alcanza.

MónicaYemayel
Buenos Aires, EdM, enero 2018
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NOTICIAS DE AYER

Dos años con Macri, por Mónica Yemayel


A mediados de 2015, la revista mexicana Gatopardo encargó a diferentes periodistas latinoamericanos el perfil de los presidentes de sus países para publicarlos a lo largo de 2016. En Argentina, todo indicaba que el ganador de las elecciones presidenciales de octubre de 2015 sería Daniel Scioli. Mónica Yemayel se acreditó como periodista extranjera y siguió al candidato oficialista durante toda la campaña. Sin embargo, el resultado de la elección contradijo todos los pronósticos. En un mes, habría balotage. La periodista, entonces, se acreditó también a la agenda de campaña de Mauricio Macri. Durante un mes siguió a los dos candidatos. El 22 de noviembre, día de la elección en segunda vuelta, eligió -a último momento y no sin dudar- el “búnker” de Cambiemos para esperar el resultado final.
     Mauricio Macri triunfó haciendo promesas fuertes.
     En el perfil, publicado en junio de 2016, se lee:
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Argerich en el espejo o hay otra mujer en ese lado, por Mónica Yemayel



n una escena del documental que dirige la hija de Marta Argerich sobre su madre, la pianista aparece sentada sobre una tela de colores en el césped de una plaza, con el pelo salvaje y suelto, como si fuera aún la mujer joven que a los 75 años ya no es (1:25:39). La hija le ha preguntado sobre la vejez, acercándole la cámara al rostro casi hasta tocarlo. Ahí están las arrugas, las manchas en la piel, la suave despedida de la belleza. La madre tiene una mira ascética. Ni resignada, ni melancólica, ni triste. Suelta la repuesta. Serena, natural, envenenada. Le dice que un día vio de lejos su reflejo en un espejo y que de pronto, inesperadamente, se dio cuenta de que esa imagen no era la que ella tenía de sí misma. Que ella se pensaba como era algún tiempo atrás. Cuando escuché esa frase pensé en aquellas mariposas de la infancia prendidas con alfileres sobre un telgopor; en sus alas deshaciéndose como polvo de terciopelo a medida que pasan los días. Después supe que había empezado a pasarme lo mismo. Que en mi mente mi reflejo se quedó detenido en un momento distinto al presente. No sé cuántas cosas me desesperan del paso del tiempo. Pero todo se resume en esa frase, en ese desconcierto, en esa especie de recuerdo de mí misma.

Mónica Yemayel
Buenos Aires, EdM, nmarzo 2017
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A propósito de The Mapping Journey Project (2008-2011) de Bouchra Khalili y del candidato Donald Trump, por Mónica Yemayel


A mediados de junio de 2016, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA, la exhibición que domina el hall principal se llama The Mapping Journey Project (2008-2011). Su autor es Bouchra Khalili. Y su obra se basa en la travesía de ocho inmigrantes ilegales que lograron traspasar los controles de fronteras y llegar a destino. En la sala se despliegan ocho planisferios en grandes pantallas; frente a ellos un banco y auriculares. Los visitantes se sientan y escuchan cada historia. Mientras, en el mapa, se va trazando en color rojo la ruta de cada migrante. Tramo a tramo. Con detalle. Con la minucia que importa cuando se ha expuesto completamente lo que sigue de la vida. De los ocho inmigrantes ilegales no se sabe casi nada. No se ven sus rostros ni se conocen sus apellidos. Sólo se escuchan sus voces que cuentan el viaje prohibido. A menudo se los oye decir hambre, miedo, desconcierto, futuro.
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Un relato, por Mónica Yemayel


lueve y es un piso 7. Las ráfagas del viento le dan al agua formas onduladas. No hay con quien hablar. Todos han salido de viaje. Sobre la mesada de la cocina hay un solo plato y un único vaso. Abajo, las calles comienzan a inundarse. El cemento gris se va volviendo un charco y dentro de un rato será aún peor. Es enero. La soledad va acomodándose a medida que pasan los días en el piso 7. A un lado del balcón hay una maceta grande con una guayaba, un fruto tropical de color morado del tamaño de una uva. La brisa húmeda le hará bien. Mañana seguramente abrirán algunas de las flores que todavía son capullos. Al otro lado hay una mesa pequeña con una taza, un lápiz, un sacapuntas y un libro del periodista Daniel Titinger de tapas anaranjadas. Buenos Aires está quieta, cada tanto se ve algún auto; un colectivo pasa despacio con los faros encendidos. El libro sobre la mesa del balcón se llama Un hombre flaco; es un perfil del escritor Julio Ramón Ribeyro que posa fumando en la portada. Un relámpago, y otro. Los troncos de los árboles no se ven desde el piso 7, sólo las copas de hojas tupidas que parecen bichos amasados en plastilina verde; las ramas se mueven. En las primeras páginas, un epígrafe de Ribeyro dice: “Donde empieza la felicidad, empieza el silencio”; el cuentista peruano no creía en la felicidad como un “estado fructífero” para escribir. Suena el timbre del portero eléctrico y se siente como un rayo entrando por la ventana. No, señor, no es aquí. La guayaba se ve fresca, las hojas limpias. Se puede pasar la vida sin ver llover desde tan alto, sin ser feliz en completa soledad, sin desear sin pudor que el silencio siga durando. Así como están las cosas, al menos en este instante, al menos en el piso 7, la frase de Ribeyro se retuerce, se invierte, se lee en reversa, se impone a contramano: porque es en este silencio que empieza una felicidad indiferente al resto del mundo, caprichosa, egoísta, una felicidad -precaria, pero qué importa- que se olvida de las miserias, las violencias, los sobresaltos, los muertos, las faltas, las penas, que no piensa en nadie ni en nada más que en la lluvia, el libro de tapas anaranjadas, los capullos de la guayaba, un té, un té solo, otros libros y el silencio del piso 7.

Mónica Yemayel
Buenos Aires, EdM, junio 2016
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NOTICIAS DE AYER

Migrantes, por Mónica Yemayel


Está dormido ahora en los brazos de una mujer rescatista. Abrigadísimo, con un enterito color lila que le envuelve incluso los pies. Encima le han puesto una campera de piel marrón, y en la cabeza un gorro de lana con dibujos de ciervos y copos de nieve. Sopla el viento en el muelle de Catania, en Sicilia. La rescatista está vestida con un traje blanco hecho con algún tipo de material aislante que le cubre también el cabello; sobre la boca lleva un barbijo y en las manos guantes de plástico celestes. Con esas manos enguantadas acuna al niño que se ha salvado del naufragio. Unas horas antes, en la madrugada del domingo 18 de abril, ochocientas personas se ahogaban en el Mar Mediterráneo cuando un barco, que había partido desde Libia con un contingente de desesperados a bordo, trataba de llegar a la isla italiana de Lampedusa, la tierra europea más cercana a África. Sólo veintiocho pasajeros se salvaron. El niño con el gorro de ciervos es uno de ellos. La información que acompaña a la fotografía no dice si sus padres han muerto, tampoco de qué estaban escapando: si de la guerra civil en Siria, en Iraq o en Libia, de los fundamentalistas religiosos de Afganistán, del régimen esclavista de Eritrea, de la pobreza extrema o del hambre a secas. Esos son los motivos que explican el actual desplazamiento de 50 millones de personas, la ola migratoria más impresionante desde la Segunda Guerra Mundial. Con horror Europa observa la llegada de cientos de miles de inmigrantes, y cómo muchos otros mueren intentándolo. Las 200 mil personas que ingresaron ilegalmente el año pasado triplican el número de 2013, y para este año se esperan aún más; y los 1750 ahogados durante estos primeros meses de 2015 son ya más de la mitad que los muertos en 2014. Las primeras reacciones parecen ser más represivas que humanitarias. Los líderes políticos hablan de iniciar una guerra contra la red de traficantes de personas, endurecer el control fronterizo en el Mediterráneo y fortalecer el sistema de deportación rápido y eficaz que llaman “en caliente”. Y aunque no es oficial aún, el número de refugiados que Europa estaría dispuesta a aceptar este año llegaría a 5000, cuando solamente los sirios desplazados por la guerra civil suman más de 3 millones. ¿Será el niño de gorro de lana y ciervos y copos de nieve uno de los afortunados que ingrese en la mágica lista de los 5000? ¿Cuánto le durarán los cuidados occidentales que, por esas cosas del azar, recaen hoy sobre él? Ojalá, la suerte no lo abandone tan rápido como al otro chico, marfileño y de ocho años, que también aparece en una fotografía de los diarios de estos días: hecho un ovillo, adentro de una maleta, en el momento que es descubierto por los agentes de migraciones. Una mujer intentaba hacerlo ingresar a España por encargo de su padre, un marfileño que obtuvo la residencia en Canarias, pero al que las autoridades le negaron el permiso para su hijo. El hombre, ahora, está preso. Tal vez, haya que conformarse y creer que la suerte no abandonó al chico de la valija, que su suerte fue que lo hayan descubierto a tiempo entre la pila de ropas arrugadas; la mujer de 19 años, que recibió el encargo y la paga, no había hecho ni un solo agujero en la maleta para que el aire entrara.

Mónica Yemayel
Buenos Aires, EdM, julio 2015
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Sobre La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo de Mariana Enríquez, por Mónica Yemayel


La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo de Mariana Enríquez, publicado en Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, Colección Vidas Ajenas, 2014.

Como si continuara una conversación que comenzó hace tiempo con viejas amigas interesadas por los mismos asuntos, Mariana Enríquez, esta vez, va al encuentro de Silvina Ocampo. Y con el desparpajo cuidado con que las amigas se cuentan absolutamente todo en la intimidad, escribe el retrato de la escritora que para muchos es la mejor cuentista argentina.
    Antes, lo hizo en Alejandra Pizarnik, vestida de cenizas, un perfil también editado por Leila Guerriero, incluido en Los Malditos (Ediciones Universidad Diego Portales, 2011). Allí escribió acerca de la vida corta y trágica -y a la vez tan vital, según sus propias palabras- de la poeta argentina que ella señala como una de las influencias más potentes en el relieve de su mundo propio. Y tal vez, allí, en aquellas páginas, esté velado el origen de La Hermana Menor. Un retrato de Silvina Ocampo, cuando hurga en las pasiones que desvelaban las noches de Pizarnik antes de suicidarse: “El último tiempo estuvo marcado por una gran pasión: la que vivió con Silvina Ocampo…La había conocido a través de la revista Sur, que dirigía Victoria, la hermana de Silvina. Tenían muchos gustos e intereses en común: la infancia, los juegos de palabras, el misterio, el erotismo. Silvina era la esposa de Adolfo Bioy Casares e íntima amiga de Jorge Luis Borges. Alejandra le enviaba cartas acompañadas de litografías de Odilon Redon, dibujos de niñas en la nieve, niñas llevando flores y cometas, cartas escritas con tinta verde y turqueza…”. Esos “gustos e intereses en común” son también los de Mariana Enríquez, y acaso expliquen el impulso –que no cede ni en una sola de las páginas del libro- por descifrar quién fue Silvina Ocampo en ese juego perpetuo que siempre la hacía ser otra y otra y otra.
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RELATOS

Perfiles: Labordeboy, Cotton Cowboy, 2013 de Félix Busso, por Mónica Yemayel


La inquietante experiencia de video-retratos de Félix Busso estrenada
en el Centro Cultural de España a principios de mayo.




Por las noches, en Labordeboy, sólo quedan iluminadas dos de las cuadras del boulevard principal. Una pista corta en un pueblo oscuro de 120 km2 y 1200 habitantes. Martín trabaja de día y entrena de noche en su bicicleta de competición. Repite cuatrocientas veces el recorrido de doscientos metros, bajo las farolas de luces blancas. Va y viene sin parar, los amigos lo saludan, le tocan bocina. Uno maneja un camión, ese fantasma gigante que persigue a los ciclistas de ruta; acelera y le acerca la trompa, bien cerca, y clava los frenos, con ruido. Martín no le hace caso, sigue pedaleando. Ya conoce las bromas del pueblo. Otra vez: acelera, la trompa cerquita, ríe, calcula mal y lo toca. La bicicleta vuela y se parte; Martín vuela, se quiebra varios huesos y no sube a una bicicleta nunca más.
     
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Zapatos, por Mónica Yemayel




Blancos, para casamientos y comuniones. Negros y marrones, para la escuela y el trabajo. Rojos y azules, para pasear. Así, eran los zapatos de antes.
    Por estos días, en cambio, las vidrieras de las zapaterías estallan en gamas interminables de violetas, anaranjados, turquesas, morados y verdes que van desde el esmeralda al limón. Sin importar la marca o la calidad, si el barrio está al norte o al sur, en todas partes se ven, como nunca en el pasado, variedades inagotables de tonos, diseños y texturas.
     Es como si el mundo hubiese decidido poner sus ojos en los pies. O su brillo. O la alegría. Porque qué otro pensamiento, sino el de una fiesta, puede surgir al imaginar a un ejército de mujeres atravesando las calles porteñas montadas sobre esos modernos estuches de pies. Plataformas y tacos altísimos como escalones. Colores de arco iris, fuegos artificiales, barriletes, flores de verano. Cientos, miles, millones de pies iluminados con colores primarios, secundarios y terciarios. Caminando veredas rotas y sanas, subiendo a colectivos, en los andenes del subte y el tren, cargando el peso de bolsas de supermercado y ropa para lavar, en la cola en un banco o de un hospital. Qué otro pensamiento que el de una fiesta, todas esas mujeres, así, cruzando la ciudad.
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NOTICIAS DE AYER

El artesano del rock, por Mónica Yemayel


Tiene 80 años con un estilo al que un jean, camisa leñadora y zapatillas negras le sientan bien. Jorge Álvarez toma cerveza en porrón y se acurruca junto a una estufa eléctrica en una casona de Almagro. Es un día de invierno de 2012. 

-El principio de todo, fue ese -dice y señala la foto. 

 Manal tocando los primeros temas que tuvo el rock nacional en un teatro de barrio un domingo al mediodía. Así se presentaban Manal, Vox Dei, Miguel Abuelo y las bandas y músicos seminales que Jorge Álvarez grabó en el sello independiente que fundó en 1968: Mandioca, la madre de los chicos. Los recitales fueron el modo, tal vez más insistente que los discos, de sembrar la nueva música en los barrios de la ciudad. 


-Eran al mediodía porque si no a los chicos no los dejaban ir -dice Álvarez- De noche, no se podía nada. Es más, para escuchar el programa de radio que hacíamos en emisora Antártica, tenían que esconder sus radios debajo de las sábanas. Hablábamos toda la madrugada; de lo que estaba bien, de lo que estaba mal. Un poco de “Sarmiento”. Eso hacíamos. 

Los padres dejaban a sus hijos a las diez de la mañana en el teatro y los pasaban a buscar a las doce. Jorge Álvarez se paraba en la puerta y les entregaba, a cada uno, una encuesta: nombre, edad, dirección, música y grupos preferidos, discos que compraban, revistas que leían. 

-Esa información de primera mano me permitía saber qué necesitaban, qué querían. Nuestro público tenía entre 12 y 16 años: siempre fueron ellos los que movieron el mundo. 

Después del recital, se juntaba con Javier Arroyuelo, Rafael López Sánchez y Pedro Pujó –los tres cofundadores de Mandioca- en el “bunker” que tenían sobre la calle Cangallo. En la pared, había colgado un enorme mapa político de la ciudad y, sobre la mesa, alfileres con cabecitas de colores. Leían las encuestas, tomaban nota de los datos y pinchaban alfileres sobre el mapa: cada chico era un alfiler parado sobre su barrio. Analizaban el mapa, la concentración por zonas y definían las estrategias para expandirse ordenadamente. Al principio, el público de Mandioca estaba localizado en Flores, Caballito, Haedo, Castelar y Ramos Mejía; después empezó a extenderse hacia Boedo y Almagro. 

-Ese fue el principio. Artesanal. Después del ´70, las grandes discográficas se dieron cuenta de lo que se estaban perdiendo y todo comenzó a ser realmente grande. 

Las historias del sello Mandioca y de la editorial Jorge Álvarez (que publicó por primera vez a Manuel Puig y Ricardo Piglia; la primera novela de Juan José Saer; a Rodolfo Walsh, Germán García y Germán Rozenmacher, entre tantos otros, durante los años sesenta) fue el tema de la muestra Pidamos Peras a Jorge Álvarez. Una colección de libros, discos, posters y cartas que se presentó en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires en marzo de este año. En la ciudad de Rosario se inauguró en agosto y, próximamente, se expondrá en Bahía Blanca. 

Álvarez viaja por ciudades y tiempos. 

-Soy como un inmigrante que llega desde un tiempo anterior -dice y pasa a otra foto. 


Mónica Yermayel 
Buenos Aires, EdM, septiembre 2012
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Viva la Diferencia, por Mónica Yemayel


En Brington, Inglaterra

Cinco años le llevó al artista británico Jamie Mc Cartney terminar la obra titulada The Great Wall of Vagina. La obra está compuesta por diez paneles de nueve metros cada uno en donde se exhiben cuatrocientas vulvas. Los moldes escultóricos realizados en yeso son réplicas de vaginas de mujeres de entre dieciocho y setenta y seis años, de veinte países diferentes: conchas de madres e hijas, gemelas idénticas, hombres y mujeres transgénero, prenatales, posnatales, con y sin cirugías. Provocación. Resistencia contra la idea de la vagina perfecta. La obra de Mc Cartney ganó el Festival Erotic Signature y recorrió el mundo generando controversias entre los críticos de arte y también en la comunidad científica internacional.

En Buenos Aires, después de recorrer la Hay Hill Gallery de Londres, “Viva la Diferencia” .

La Doctora Analía Tablado, ginecóloga y sexóloga, quedó impactada por The Great Wall of Vagina cuando supo de ella en 2011. “Me pareció alucinante la propuesta del artista para hablar de la normalidad de las diferencias. Muchas mujeres consultan preocupadas si sus genitales externos ‘son normales’. Observar imágenes de otras vulvas puede permitirles reconocer la amplia gama de variaciones de la normalidad, ya que muchas veces -o casi siempre- no tenemos parámetros de comparación sobre nuestras zonas ‘íntimas’, y esto hace que fantaseemos con lo que es normal y lo que no lo es.” 
    Inspirándose en la obra de Mc Cartney, la Doctora Tablado decidió construir su propio mural valiéndose de la fotografía digital como herramienta. A lo largo de varios meses, durante las consultas ginecológicas, explicó el proyecto a sus pacientes y les pidió su ayuda. De las sesenta y cuatro fotografías tomadas a mujeres de entre dieciocho y sesenta y cuatro años, se seleccionaron cuarenta y cinco para el “mural”, sólo por una cuestión de espacio y diseño. “Dieron su consentimiento divertidas y seguras de que la imagen, además de ser anónima, iba a ser difícilmente reconocida aún por ellas mismas. Sólo una mujer, de unos sesenta años, no quiso ser fotografiada. En cambio, la mayor de todas, de sesenta y cuatro años, se prestó a la toma fotográfica sin ningún prejuicio diciendo: Pueden poner mi nombre y apellido."
     Las autoras del “mural” nos invitan a reflexionar sobre la normalidad de las diferencias y las diferencias de la normalidad. Si bien aceptan las cirugías reconstructivas o reparadoras por traumas obstétricos u otras patologías, se oponen a la imposición de un modelo hegemónico basado en la “belleza” representada por los genitales infantiles: sin vello, con labios hipotróficos, desfeminizados y prepuberales. 
    Viva la Diferencia fue presentado, el último mes de junio, en el Congreso de Ginecología y Obstetricia de Buenos Aires, SOGIBA 2012.

Mónica Yemayel
Buenos Aires, Argentina, EdM, junio 2012

Autoras del mural: Tablado, Analía (Ginecóloga y Sexóloga), Labovsky, Marisa (Ginecóloga y Sexóloga), Caldiz, Laura (Psicóloga y Sexóloga), Granja, Patricia (Ginecóloga y Sexóloga) y Tobi, Viviana (Psicóloga, Terapeuta corporal y Sexóloga).
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NOTICIAS DE AYER

El día de las corbatas, por Mónica Yemayel


Sentencia a la violencia de género como delito de lesa humanidad. Primer caso en Argentina, en un fallo del Tribunal Federal Oral N°1 de Mar del Plata, de junio de 2010.

Se puede llegar hasta la esquina de Alberti y Alsina en la ciudad de Mar del Plata y encontrarse con una casa construida en la tradición de piedra y madera oscura y dura, con escaleras que crujen al subir al primer piso, una sala de reuniones amplia con una mesa ovalada y ocho sillas color verde, olor a cera, luz tenue, una pizarra con marcadores, bibliotecas con tomos de tapas duras y, en los pocos espacios libres de las paredes, veintiséis diplomas enmarcados y una copia de un cuadro de Diego Rivera.

     Se puede llegar hasta allí, hasta la casa de piedra que es un estudio legal, para hablar con el abogado penalista César Sivo sobre el caso de una mujer y sus cuatro hijos que fue, hace trece años atrás, la primera experiencia de un programa de testigos protegidos, en una causa por doble homicidio en la que él participó. El abogado escucha, habla, dedica un tiempo generoso a reconstruir aquella historia. Pero habrá un momento – que llega, tal vez, después del café, cuando a través de la ventana se vea más movimiento en las calles, la gente haciendo las compras, los colectivos deteniéndose con más frecuencia en la parada de la esquina- en que quiera hablar del presente.

Verdugo, torturador, asesino, violador. Así define César Sivo al ex suboficial de la Fuerza Aérea, Gregorio Rafael Molina, encargado de Operaciones e Inteligencia del centro clandestino de detención denominado La Cueva, que funcionó en el predio de la Base Aérea de Mar del Plata, durante la última dictadura militar.    
    Y así, como verdugo, torturador, asesino y violador, fue condenado el 12 de junio de 2010 por el Tribunal Oral Federal N°1 de Mar del Plata. Un fallo que, por primera vez en Argentina y cuarta vez en el mundo, atendió el pedido del abogado querellante para condenar la violencia de género de manera autónoma del delito de tormento. La violación y la vejación sexual entendida por fin en la justicia como un delito de lesa humanidad.
    El alegato de César Sivo se valió de la historia de otras mujeres abusadas a lo largo del tiempo, en oriente y occidente, hizo que hablaran en su relato, que contaran a través suyo la brutalidad y la degradación que vivieron, trajo aquellas voces para que fueran un eco preciso de las voces de las mujeres que estuvieron en La Cueva y que, como aquellas otras, fueron las víctimas de un plan sistemático, de una forma de ataque planificado. Nada fue casual, nada un desborde, nada un hecho aislado ni un exceso.
    Ni en Nuremberg ni en Tokio, en los años ´45 y ´46, se condenó la violencia sexual. Recién en el Convenio de Ginebra, en el ’49, se incorporó el delito como un atentado contra el honor. En los ´80, será la presión de los movimientos de mujeres y derechos humanos la que influyó para que la violación deje de ser un acto privado en el que el Estado no podía intervenir; así, empezó a incluirse en los códigos penales como un delito, una violación a los derechos humanos y una forma de tortura. El enfoque de violencia sexual comenzó a consolidarse en los ´90; en el ’92, el Comité Internacional de la Cruz Roja declaró a la violación una grave infracción al derecho internacional humanitario. Ese mismo año, el Consejo de Seguridad, declaró delito internacional a la detención y violación masiva, organizada y sistemática de mujeres -en particular se refirió al caso de tres musulmanas en Bosnia, Herzegovina. A partir de allí, en 1998 el Tribunal Penal Internacional para Ruanda declaró, por primera vez, culpable a un acusado de violación como crimen de lesa humanidad. Siguió, en 2001, el caso de la ex Yugoslavia, y las órdenes de detención para dos sospechosos sudaneses en el año 2007.
    El abogado habló de la violencia sexual en las bases militares de Manta y Vilca, en Huancavelica, Perú, entre los años 1984 y 1995; del alcalde de Taba, Jean Paul Akayesu, en Ruanda; de la población de Foca, en Herzegovina, abusada por el comandante Kunarak y sus cómplices; de Guatemala y el caso de la Masacre de Plan de Sánchez, en 2004; de la violación de dos millones de mujeres alemanas por los rusos; de las mujeres en Hungría violadas por los alemanes primero y los rusos después. Habló de las “mujeres confort” que en Corea y Filipinas, entre los años 1932 y 1945, fueron obligadas a servir como esclavas sexuales de las Fuerzas Armadas de Japón.
    Y así como trajo el relato de las víctimas, el abogado citó la voz de los jueces que en La Haya, en el año 2000, sentenciaron al Emperador Hiroito, a los militares y funcionarios responsables de los actos de violación y esclavitud sexual como delitos de lesa humanidad: “A los jueces, les gustaría dedicar esta decisión a todas las sobrevivientes. El testimonio de sus experiencias traumáticas frente a cientos de espectadores demostró su fortaleza y dignidad y, por eso, me pongo de pie para hablar de las testigos. Los crímenes cometidos contra estas sobrevivientes sigue siendo unas de las mayores injusticias no resueltas de la Segunda Guerra Mundial”. César Sivo trajo las voces de aquellos jueces para que, de algún modo, dialogaran con las de los jueces que el 12 de junio de 2010, en Mar del Plata, tenían la posibilidad de redimir el dolor de las mujeres que estuvieron en La Cueva.
    “Lo importante no es lo que han hecho de nosotros sino lo que hacemos nosotros con lo que han hecho de nosotros”, la referencia a Sartre fue el comienzo del tramo final del alegato de César Sivo en relación a la violencia de género: “cada uno de los testimonios nos permite juzgar a Gregorio Rafael Molina, también, por estos actos, y les permite a ustedes, señores jueces, poder mostrar al mundo que la violencia sexual en la Argentina -esta violencia sistemática- se sanciona, se castiga y los culpables responden por eso”.

Charly, Sapo, Charles Bronson, eran todos el mismo Molina que circulaba por La Cueva haciendo ostentación de pistolas y granadas, y un anillo de oro.
    “…hubo una actitud en el Tribunal Oral de Mar del Plata que, en determinado momento, me permitió decir ¨fui violada¨, violada por quien, en La Cueva, era Charly, no Molina...También, porque él estaba allí, en el juicio, como represor, pero el día que se sentó a declarar hizo un gesto con la mano y entonces pude ver el anillo de sello, de oro, de los que antes llevaban los hombres: era con ese anillo que nos tacaba para que nos sacáramos la capucha, para que supiéramos que era él, y que nos iba a violar. Entones pensé: tengo que hacer algo para que sea también imputado por eso”. La psicóloga Marta García de Candeloro, que declaró como testigo en el juicio, estuvo detenida en La Cueva durante tres meses. Es la única sobreviviente de la operación que los militares llamaron “La noche de las corbatas” y que significó el secuestro y la desaparición de abogados y auxiliares de la justicia marplatense, en la noche del 6 de julio de 1977. Jorge Roberto Candeloro, el marido de Marta García de Candeloro, fue secuestrado y, más tarde, torturado y asesinado en La Cueva.
    En la sentencia del juicio del 12 de junio de 2010, Gregorio Rafael Molina fue condenado a prisión perpetua, entre otros delitos, por el homicidio calificado de Jorge Candeloro; pero, además, Charly fue condenado por la violencia sexual descargada sobre Marta García de Candeloro y otras mujeres que estuvieron en La Cueva.

Cuando por la ventana se vea menos gente caminando en las calles, volveremos a hablar de los testigos protegidos, de las consecuencias de decir lo que se sabe, de no callar. Entonces, el abogado dirá que en el caso de Molina, dos ex conscriptos decidieron correr el riesgo de contar lo que habían visto en La Cueva. Llegaron a Mar del Plata desde una ciudad de alguna provincia escoltados por fuerzas de civil, declararon en el juicio y cuando tomaron el avión para partir hacia un lugar donde nunca antes habían estado, ya no eran los mismos: sus identidades decían que eran otros.

Mónica Yemayel
Buenos Aires, Edm, abril de 2012
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NOTICIAS DE AYER

Círculos de Plata, por Mónica Yemayel


Los brokers de Wall Street también lloran. Con ese título, el 28 de agosto de 2011, el New York Times publicó una nota sobre el blog creado por Matthew R. Robison: Brokers with hands on their faces. La crónica, construida sólo por fotos de «operadores que se agarran la cabeza», reflejaba -y sigue reflejando- la desesperación provocada por la mayor crisis financiera desde el Crack del ´29. El joven Robinson creó el blog en octubre de 2008 porque los retratos desgraciados de esos otros le provocaban risa. Un deleite que, en las jornadas bursátiles más críticas, llegaron a disfrutar más de cincuenta mil visitantes. Sin embargo, a tres años de la creación del blog -y al momento de la entrevista- Robinson pensaba diferente. Un banco había embargado la casa de sus padres, su madre soportaba el ajuste presupuestario de la escuela donde enseñaba y él era incapaz de encontrar un trabajo fijo.
    -¿Seguirá publicando las fotos? -le preguntó el periodista.
    -Sí, pero ya no me causan risa.


Dos meses después de su debut, Brokers with hands on their faces reflejaría los rostros abatidos por un nuevo y dramático récord. Las calles heladas de Manhattan con sus luces desquiciadas y los árboles con borlas rojas y doradas como frutos maduros estaban listas para recibir la Navidad de 2008 cuando Bernard Madoff se declaró culpable de la mayor estafa en la historia de Wall Street. Más de U$S65 mil millones en un incierto juego que, según los especialistas, por primera vez golpeó más fuerte a ricos que a pobres. Nada creativa, la fórmula utilizada por el prestigioso e indiscutido -por décadas- gurú neoyorkino no hacía más que replicar una estrategia de inversión llamada piramidal, células de la abundancia o círculos de plata. La táctica se hizo famosa en la década del ´20 de la mano de Carlo Ponzi quien le agregó algunos toques personales haciendo que, desde entonces, la estrategia lleve su nombre: Esquema o Sistema Ponzi.
    -Usted me da U$S1 y en noventa días tendrá U$S2. Carlo Ponzi no ahorró promesas para seducir a los vecinos de Boston. Gente común, pequeños ahorristas, incautos o avaros, que se dejaban tentar con la promesa de un rendimiento descomunal. Promesa que Ponzi honraba en tiempo y en forma con el dinero fresco que ponían los nuevos interesados en entrar al negocio -y no con beneficios genuinos generados por inversiones financieras o alguna actividad productiva en el campo de la economía real. El cumplimiento actuaba como la mejor propaganda: los inversores crecían, él se hacía millonario en poco tiempo y no dejaba de ser señalado por la sociedad como un ciudadano y empresario ejemplar.

Seguramente, Ponzi habría seguido gozando de los frutos de su ingenio si no hubiese sido por el artículo del reconocido analista financiero Clarence Barron en el Boston Post el 12 de julio de 1920. Sembró dudas, puso en evidencia las inconsistencias de la estrategia de inversión y provocó la huida de los inversores y el derrumbe de la pirámide. Al año siguiente, el Premio Pulitzer fue para el periódico. En cambio, según la biografía de Mitchell Zuckoff, el resto de la vida de Ponzi estuvo salpicada por la cárcel, nuevas estafas y la deportación -en 1934- a su país natal, Italia, donde llegó a seducir por un tiempo a Benito Mussolini. El final llegó en el caluroso enero de 1949, en Río de Janeiro, en un hospital para indigentes, con U$S75 dólares en sus bolsillos que sirvieron para pagar su entierro.

En la desesperación de las fotos de Brokers with hands on their faces se anticipaba el desenlace de Madoff. Porque esta vez no fue la investigación periodística quien le puso fin a la trampa sino el propio mercado con su crisis a cuestas. Los hijos de Madoff fueron los primeros en saber que el imperio, del cual formaban parte, no era otra cosa que un esquema Ponzi aggiornado al siglo veintiuno. Porque Madoff, además de usar el dinero aportado por los nuevos inversores para cubrir los vencimientos y rescates que se iban presentando, habría usado información privilegiada para adelantarse a las millonarias órdenes de compra, o de venta, de grandes inversores a los que les administraba el dinero; un front running para comprar antes de que los precios subieran y vender antes de que bajasen. Pero quizás el verdadero secreto de un éxito que duró dos décadas estuvo en la selección rigurosa que hacía de sus clientes: ellos eran los elegidos de Madoff; formaban un círculo selecto que despertaba en ricos y famosos la ambición de una pertenencia exclusiva. Estrellas de Hollywood, bancos internacionales de primera línea, ricos que todavía callan su pesar y sus pérdidas porque el dinero que habían invertido era negro como el humus.
    Esta vez no hubo periodistas ni Pulitzer. Hubo sí, por ejemplo, uno de los tantos funcionarios del organismo de control que habiendo sido enviado a auditar los fondos de inversión de Madoff terminó casándose con una de las abogadas de la empresa y sobrina del gurú. Hubo sí muchos que ganaron fortunas al abandonar la célula de la abundancia justo a tiempo y sin preguntar en voz alta cuál era la fórmula para obtener tanto dinero en tan poco tiempo. Hubo sí un final fatal para el hijo mayor del estafador. Mark Madoff se suicidó en el segundo aniversario del estallido del escándalo ahorcándose con una correa de cuero y de perro.
     «Que se jodan mis víctimas…eran unos avaros y estúpidos», declaró el estafador desde su celda, en una entrevista titulada Bernie Madoff, Monster, publicada por The New York Magazine en junio de 2010. Está allí desde mediados de 2009 para cumplir una sentencia de ciento cincuenta años. Algo más que Madoff no cumplirá.

Ser el dueño de la Torre Eiffel, el Puente de Brooklyn, el Museo Metropolitano o de la Estatua de la Libertad; comprar un terreno sembrado de diamantes o el diario -íntimo e inédito- de Adolf Hitler. La sensibilidad de los estafadores sabe que en la desmesura de la codicia está la clave para que sus delirios resulten creíbles. The Times publicó (agosto de 2010) una lista con diez increíbles hombres que se hicieron ricos vendiendo la Torre Eiffel, el Puente de Brooklyn, el Museo Metropolitano, terrenos sembrados de diamantes, el diario íntimo e inédito de Hitler. En la lista figuran también Carlo Ponzi y Bernard Madoff, los hombres que hicieron los círculos de plata más perfectos de la historia. El primero estafando a los pobres, el segundo estafando a los ricos.

Mónica Yermayel
Buenos Aires, EdM, enero de 2012
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RELATOS

Perfiles: Sergio Langer, El historietista en el pozo ciego, por Mónica Yemayel


Hay quienes lo definen como un historietista de culto y, aunque él jura no saber muy bien qué significa eso, recuerda que fue la salida elegante que usaron algunas editoriales para rechazar sus libros: “Usted es un autor de culto pero, lo siento, historietistas ya tenemos”. Hay quienes dicen, también, que es un doble espía porque publica en un medio muy masivo y popular -Clarín- y en otro emblemáticamente alternativo: Barcelona, la paródica y desbordada revista donde el sexo y la sátira política son contenido explícito.

     La Nelly, publicada desde 2003 en Clarín, es su tira más amable. Protagonizada por un ama de casa vieja y chismosa, funciona como crítica a la clase media en el diario de la clase media. Llegó, en junio de 2004, a la tapa de The Wall Street Journal, tal vez por explicar mejor que nadie el default de la deuda argentina a través de su romance con un bonista extranjero y, en mayo de 2010, el Jefe de Gabinete la acusó de difundir mensajes mafiosos: faltaban unos meses para que se sancionara la Ley de Matrimonio Igualitario cuando en la tira se mostró el casamiento entre el Principal Carbone y el Cabo Sosa: dos policías enamorados que llevaban los mismos apellidos que los custodios presidenciales. Mamá Pierri, publicada primero en Inrockuptibles y desde 2003 en Barcelona, revela su costado oscuro. Protagonizada por una madre que maltrata a su hijo y que encarna el más cerval de los autoritarismos, es una idishe mame nazi del Opus Dei, una admiradora de Franco y de Hitler, una síntesis, en clave pornográfica, de todas las intolerancias humanas. La infancia de Langer estuvo cruzada por tragedias Su madre era una judía sobreviviente de los campos de concentración; su padre fue asesinado por un ladrón cuando él tenía doce años. ¿Podrían ser de otro modo que gruesos sus trazos gruesos, que horribles sus dibujos horribles, que exaltada su provocación exaltada? Publicó su primer dibujo a los diecinueve años en la revista Humor, en plena dictadura: un militar encadenado al sillón presidencial. Desde entonces, su universo se pobló de sobrevivientes del Holocausto, obispos pedófilos, madres fachistas, niños bombas palestinos, judíos de country, militares travestidos.
     Ahora, en mayo pasado, publicó su séptimo libro, Mamá Pierri (revista Barcelona), que es una recopilación de la historieta. En el prólogo, Rubén Mira, su amigo y guionista de La Nelly, escribe: “Mientras que el dibujo deviene en producto, mientras la maestría es sinónimo de eficiencia, Langer se sumerge en un pozo ciego que no es el mejor trampolín para saltar al cielo y brillar como una estrella. En el ejercicio de este salto mortal queda con el culo al aire, que pocos quieren aplaudir y algunos menos valorar”. Langer. Un historietista sumergido en un pozo ciego desde donde, a veces, emerge y habla.


Se olvida del té y dibuja. Es la segunda taza que se enfría entre lápices y bocetos, muñequitos de superhéroes, pinceles japoneses. Con el cuerpo inclinado hacia adelante, Langer dibuja. Los antebrazos desnudos apoyados en el escritorio apenas grande, de madera noble, la hoja de papel sobre el tablero y, entre los dedos, un Staedtler HB que raya la hoja vacía. Las líneas se unen, se cruzan. Lo que era suave se transforma, de a poco, en un trazo agrio y rabioso. Es un atardecer de abril, un sábado todavía tibio. En el barrio de Agronomía, escondidos entre árboles centenarios, se levantan varios edificios iguales, de tres pisos. Rodeados por un alambrado verde, se ordenan simétricos en un parque con caminos angostos, bancos de plaza, hamacas. Sergio Langer vive en un primer piso. Los ruidos de la ciudad no llegan hasta aquí, donde sólo se escuchan los pájaros. Cuando abandona el lápiz, la tira de La Nelly que leerán al día siguiente los lectores de Clarín ya está lista. Se levanta, cierra los postigos de las ventanas y enciende la luz. Camina lento. Es más o menos alto, más o menos flaco, más o menos pelado. Tiene un trazo de barba bajo el labio inferior, anteojos de marco negro y grueso, jeans, zapatillas rojas, camisa oscura. Un cocodrilo de papel maché asoma desde el último estante de la biblioteca, repleta de libros de tapas duras, cómics, xilografías, fotos intervenidas. Elige algunos y los coloca sobre una mesa baja donde ya hay libros y revistas: Steimberg, Crumb, Spiegelman, Kalondi, Sanzol, Ungeren, El Roto. En una de las entrevistas que le hicieron dijo: “Dicen por ahí que mi dibujo es grotesco, es ácido, es agresivo, cruel, obsceno, negro y provocador…y es cierto y me hago cargo. Stop”. Se acomoda en uno de los sillones. Hay varios: uno bordó, uno verde, uno amarillo, uno azul. Pasa las hojas de un cuaderno con retratos que nunca publicó y que firmó “con mi zurda”.
     - ¿También dibujás con la izquierda?
     -Si. ¿Nunca probaste? Es lo más parecido a ser chiquito de nuevo.


Empezó a dibujar siendo muy chico, pero no animalitos de granja, ni autitos, ni trenes, ni casas con jardines, ni un sol redondo con rayos anaranjados. Dibujaba soldados, tanques, bombas. Miraba películas de guerra con su tío Iasha Barón, un soldado que había peleado contra los alemanes en Stalingrado. El telón de fondo era la historia de su madre, Nusia Barón.
     -Ella estuvo en un campo. Pero no de uno fashion, tipo Hollywood; ella estuvo en Rumania. La guerra, los campos de concentración fueron la sopa con la que crecí.
     En su historieta “La vida es bella” (publicada en Fierro, donde colabora esporádicamente, en julio de 2008) un nene de ocho años le pregunta a su madre qué hubiese pasado si el Holocausto no hubiera existido. Si ella no hubiera escapado hacia Argentina, ¿él hubiese nacido igual?. “Si fueras capaz de cambiar el destino, ¿salvarías a los seis millones de judíos o a la familia que armaste acá?”, pregunta el nene. Harta, desesperada, la madre le responde: “Basta, me tenés podrida. Andá a dibujar y no me tortures más! El nene obedece y dibuja diez cuadros con la historia contada al revés: ciudadanos alemanes repudiando actos racistas, judíos donando sus fortunas para organizar la defensa, el Papa Pío XII exigiendo la libertad de los judíos, las industrias alemanas renunciando a la mano de obra esclava. En 2007, gigantografías de esa historieta se presentaron en el Espacio de Arte AMIA, en una muestra que Langer tituló “Qué difícil ser judío”.
     - Vos, ¿qué le hubieses contestado al nene?
     -Lo mismo que mi mamá: ¡me tenés podrido, anda a dibujar!
     Al pie de cada cuadro de la historieta, un tren negro avanza por el campo en medio de la oscuridad; en los globos de diálogos que se escurren por las ventanas se leen las típicas frases de consuelo que inventan las madres (“vamos a un lugar muy lindo, mi amor”) para hijos que no les creen (“tengo miedo mamá”). En 2006, Langer fue acusado de antisemita por una viñeta publicada en Barcelona durante la invasión israelí al Líbano. El dibujo mostraba a dos judíos ortodoxos en medio de un baño destrozado: ¨¡Joder, hagan algo !¡ Esos hijo putas me han lanzado un katiusha y me han destrozado el water y el hidromasaje¨, decía uno. El otro contestaba: ¨Pues ya mismo bombardearemos Gaza, Beirut, los aeropuertos, las refinerías, las autopistas y arrasaremos con el parlamento¨.


Cuando era chico, vivía en el Barrio de Once, en el departamento de un edificio que había construido su abuelo.
     -Mi abuelo paterno, un polaco que llegó a la Argentina a principios del siglo pasado, se fue a Río Gallegos y puso una tienda de ramos generales, La Confianza. Mi padre, Julio, creció ahí, entre los estantes de esa tienda. Cuando mi padre cumplió diecinueve años, mi abuelo lo dejó al frente del negocio y se vino a Buenos Aires con mi abuela. Entonces construyó ese edificio con departamentos para él, para sus hijos.
     En uno de los viajes a Buenos Aires, Julio conoció a Nusia, hermosa, citadina, independiente. Langer todavía se pregunta cómo pudieron unirse un alma solitaria como la de su padre, aferrado a su tienda en el sur, y un espíritu libre como el de su madre.
     -Ella sabía lo que quería y lo que quería era no irse al sur; quería criar a sus hijos en una ciudad grande, en un entorno judío, educarlos en buenas escuelas.
     Los hijos fueron tres: Marcelo, dos años mayor que Langer, y Esthercita, cinco años menor. Su padre vivía partido en dos: la mitad del tiempo en Buenos Aires, con Nusia y sus hijos, y la otra en Río Gallegos. Pero lo que él recuerda es que nunca estaba.
     -Y yo necesitaba su presencia, ese balance para soportar la historia de mi vieja que se esparcía por toda la casa aunque ella no dijera una palabra.
     En su casa no había portero eléctrico, su papá no tenía un auto, su mamá no tenía un ascensor para subir tres pisos cuando estaba embarazada.
     -¿Eran muy pobres? 
     -Eso era lo peor, no éramos pobres. Pero para la familia de mi viejo, después de la miseria que había pasado en Polonia, ese edificio rústico era un palacio. Para mí, no. Yo empezaba a codearme con compañeros de una escuela cara judía y mi casa me daba vergüenza.
     Salían poco. La madre lo llevaba a la plaza con un traje de marinerito, y se ponía histérica si se ensuciaba.
     -Lo más lindo era dibujar. En grandes hojas de almacén. Muchos dibujos chiquitos en un papel grande.
     Dibujar guerras, dibujar soldados, dibujar bombas. Nadie guardó nada de todo eso: él no guardó, su madre no guardó.
     -Yo quería dibujar y ella me mandaba a tocar el acordeón con un alemán, judío pero alemán, un hijo de puta que me maltrataba. Y no podía llorar, no me podía oponer. Era como si tuviese que complacerla, y a mi papá que me escribía desde el sur preguntándome ´¿Y, cómo va el acordeón?´.
     Aunque en su casa no se hablaba en voz alta de guerras ni de campos de concentración, él, a los once años tenía una carpeta repleta de recortes de diarios y revistas sobre criminales nazis, había leído El Gran Proceso, sobre el juicio a Eichman en 1962, y se compraba fascículos coleccionables sobre la Segunda Guerra Mundial. Pero su madre le apagaba el televisor cuando lo encontraba mirando películas de guerra y él nunca se atrevió a preguntarle qué fue lo que le hicieron en los campos de concentración. Dice que Mamá Pierri no es Nusia pero que así y todo, cada tanto, cuando la dibuja, se oye decir por dentro “ojo con lo que estás haciendo, no podés deshonrar la memoria de tu madre”. Hace un tiempo, probó con una terapia alternativa que propone trabajar con las “constelaciones familiares”.
     -Ahí descubrí que ella no podía verme porque entre los dos, tirados en el suelo, había cientos de cadáveres.


Pasó apenas dos veranos en Río Gallegos. Fueron de vacaciones, todos juntos, y se recuerda ayudando a su padre en la tienda, comiendo pan con muzzarella derretida, tomando café con leche, la salamandra humeando.
     -La pasaba tan bien. Mi viejo contrataba a un tipo para preparar el asado, comíamos chivito. No sé porqué fuimos sólo dos veces.
     Pero los recuerdos de esa infancia no son iguales para Esther, la hermana menor: “Todo lo que recuerdo de los placeres de la vida me lo dio mi madre. Era una mujer generosa y vital que siempre quiso sobreponerse a su historia, odiaba la melancolía. ¿Querés saber del Holocausto?, andá y leé, te decía, yo no te voy a contar. A mi papá vivía reclamándole que viviese con nosotros. Estaba muy enojada, era una mujer justa y él había roto un pacto. Ella nunca estuvo dispuesta a irse al sur, pero mi papá no pudo enfrentarse a su familia. ¿Las vacaciones en el sur? Horribles, una casa fea, esa soledad. Era lógico que mi madre después de lo que pasó en la guerra no quisiera ir ahí, al culo del mundo. Sergio tiene un recuerdo de mamá totalmente al revés que el mío, y una idealización de mi padre que no sé. Para mí, siempre estuvo ausente”.
     El 7 de julio de 1971 Esther cumplió 7 años. Esperaba la visita de su padre al día siguiente, pero el 8 de julio el teléfono sonó muy tarde. Recuerda gritos, corridas, y a sus primos, que vivían en el piso de abajo, diciéndole “Mataron a tu papá”. Un ladrón había asesinado a Julio Langer en el sur.
     -¿Y vos qué hiciste esa noche?
     -Seguí dibujando.
     “Julio Langer, mi papá, era un tipo cálido, bonachón y fanático de su trabajo. Amaba su tienda de ramos generales “La Confianza”, en Río Gallegos. Murió asesinado una fría noche de julio de 1971 por un tal Artemio Paredes, que se había ganado (ironías del destino) su “confianza”, y entró para robarle….”. Eso escribió al pie de un dibujo publicado para el día del padre de 2009 en el Diario Perfil. En el dibujo, copiado de una foto, se lo ve a él, con doce años, esforzándose por rodear la espalda del padre, los dedos aferrados a su hombro.


Lo que siguió a la noche del 8 de julio de 1971 fue la pelea de la madre con la familia paterna, la partida abrupta de los cuatro, las acusaciones, los reclamos, los juicios.
     -Fue como si se hubiese desatado una nueva persecución en su cabeza. Armó las valijas y nos fuimos a vivir a un hotel, después a otro, hasta que alquilamos un departamento, lejos de nuestro barrio de siempre. No sé de qué escapábamos, pero escapábamos.
     Pero, para Esther, lo que siguió a esa noche del 8 de julio de 1971 fue otra cosa: “Mi mamá me decía que ella vivió dos Holocaustos, uno en Rumania y otro acá con la muerte de mi papá. Ella nunca se sintió parte del clan de los Langer; una vez que él murió ya no tenía nada que hacer en ese edificio. Ella decía que yo había venido con un pan debajo del brazo, porque cuando nací empezó a cobrar una indemnización mensual como víctima del Holocausto. Le habían diagnosticado neurosis de guerra. Tenía que guardar los cartoncitos de las cajas de remedios que tomaba para dormir. Yo la acompañaba a la Embajada de Alemania; ella entregaba las hojas con todos los cartoncitos pegados y entonces le daban el cheque, a través de un vidrio blindado... era horrible. En eso Sergio tiene razón, aunque ella no decía una palabra, el tema siempre estaba dando vueltas”.


Después de la muerte del padre, el tío Iasha, el soldado en Stalingrado, cobró importancia en su vida. En él se apoyó su madre para criar a los hijos y con él Langer empezó a descubrir la diferencia entre los trazos gruesos y los trazos finos, porque Iasha también dibujaba: casas, muebles, objetos.
     -Una vez me mostró el dibujo de un modular. Las vetas de la madera, perfectas, casi las podía tocar. Me acuerdo que pensé, guau, así dibuja un arquitecto.
     Iasha era un ingeniero que siempre había querido ser arquitecto y que hizo lo posible para que Langer lo fuera.
     -Y fui arquitecto. Podría haber sido antropólogo, historiador, arqueólogo, licenciado en bellas artes, todo eso se me pasó por la cabeza.
     Esther dice que su madre no lo dejó estudiar arte: “Quería una carrera tradicional, algo seguro. Sergio siempre fue el rebelde, ´el loquito´ le decía. Él la enfrentaba y ella le ponía límites. Me acuerdo que cuando Sergio se enojaba le preguntaba ´Y vos, ¿qué hiciste con tu vida?´ y ella sin una palabra le contestaba señalándonos a los tres.”
     Intentó estudiar dibujo pero odiaba los modelos vivos, las naturalezas muertas; le salían figuras horrorosas que en nada se parecían a lo que tenía frente a los ojos.
     -Con alguna crisis en el medio terminé la carrera y empecé a trabajar en un estudio de arquitectura muy top de Barrio Norte.
     Odiaba el ambiente pero trabaja medio día y le pagaban muy bien; lo suficiente para cubrir, durante varios años, tres sesiones de análisis por semana.


Hoy no es un día tibio, pero la cocina está caliente. Hay macetas colgadas en las ventanas, estantes repletos de frascos, de latas viejas de galletitas. Se escuchan los gritos de los chicos que juegan en el parque.
     Aquel primer dibujo en Humor, a los diecinueve años, fue el comienzo de una producción que creció sin interrupciones. En Humor primero, en El Periodista después, encontró un espacio cada vez mayor para sus viñetas, que resumían la política y los temas de actualidad. Entonces, ya no quiso dedicarse a otra cosa. Una pelea con el dueño del estudio donde trabajaba inclinó la balanza de manera definitiva.
     -Ese día prometí dedicarme solamente a lo mío. ¿Cuándo fue? En el ochenta y siete, creo.
     En 1989 se sumó al staff del diario Sur como humorista gráfico y dibujante. Empezó a planear un viaje, largo, por Estados Unidos. La oportunidad se presentó antes de lo imaginado porque, a principios de 1991, el diario cerró.
     -Lo primero que hice con la plata que cobré fue sacar un pasaje a Río Gallegos.
     La pava silba, Langer permanece inmóvil, sentado en una banqueta alta.
     -A Nueva York.
     Un silencio largo.
     -Claro, a Nueva York.
     Llegó en 1991 y, sin perder un solo día, presentó sus dibujos en el Cartoonist & Writers Syndicate. Una estrategia bien planeada que le permitió conocer a muchos de los artistas que admiraba, tomar vino hasta el amanecer con Art Spiegelman en la terraza de su casa -justo un año antes de que recibiera el Pulitzer por Maus- y publicar sus viñetas, a través del sindicato, en medios como Newsweek, Miami Herald, Herald Tribune, New York Newsday y Los Angeles Times. No había pasado un año cuando Marcelo, su hermano mayor, lo llamó para decirle que la madre estaba grave, y Langer volvió. Nusia Barón murió en 1992, apenas unos meses después de su regreso.
     -¿Qué decía ella de tus dibujos?
     -Creo que no los entendía, pero estaba orgullosa, muy orgullosa.
     “Estaba muy orgullosa”, dice Esther, “creo que no los entendía pero estaba orgullosa. Y yo también. Admiro a mi hermano. Aunque no fue fácil entender su estilo, tan provocativo. Al principio me quedaba con la primera impresión, sin comprender la sutileza que hay detrás. Lo que él hace no es para todos. ¿Sabías que lo acusaron de antisemita, no? Por afuera se hacía el duro pero por dentro estaba muy mal. Sergio es un tipo intacto. Humilde, sencillo. Nada de lo que le pasa artísticamente lo ha hecho cambiar en su esencia”.

A los cincuenta años, en 2009, Langer viajó por primera vez a Europa, donde visitó un caserío en Jerez de la Frontera para pasar unos días a solas con Marcelo, el hermano mayor que vive allí desde hace casi diez años.
     Ahora, durante varios días, Marcelo, ingeniero civil, escribirá recuerdos sueltos y los enviará de a poco. La primera respuesta llega desde una mañana inesperadamente gris en Andalucía: “Nuestra separación creo que comenzó estando juntos, mucho antes de mi partida. Con Sergio fuimos bastante unidos, aunque mi rol de hermano mayor condicionó la relación. Asumí el rol de padre y nos distanciamos. Sergio siempre ha sido un espíritu libre e inquieto y se desentendía bastante de los temas familiares que yo asumí como propios”. A veces escribe al regresar del curso que debe hacer para recibir el subsidio de desempleo: “Sergio siempre ha dicho que de no ser por su trabajo se hubiera vuelto loco. Es algo que le envidio porque ha sacado fuera los fantasmas a través de ese humor desgarrado. Tengo sentimientos encontrados, una mezcla de admiración, un poco de amargura al saber cuál es su inspiración, y algo de envidia porque transformó el pasado en algo creativo”. Otras, esperando a que su único hijo, un adolescente que pasa algunos fines de semana con él, se vaya por ahí a vagar con sus amigos: “Estoy un tanto alejado de su obra y sé que no le complace, tampoco a mí. En algún momento empecé a ser crítico con algunos de sus trabajos, me parecía que a veces era un tanto zarpado. Sin embargo, compartimos unos códigos y un peculiar sentido del humor y, cuando conectamos, es realmente divertido. Me hubiera gustado participar más de lo que hace…incluso he fantaseado en trabajar juntos en humor, que a mí no se me da muy mal, y ser una pareja artística como los hermanos Coen, por ejemplo… pero bueno, eso se ha quedado en una hermosa fantasía, por lo menos para mí”.


Langer toma café sin leche. Corta una medialuna con el cuchillo. Come la primera mitad, después la segunda. Corta otra.
     Cuando volvió a la Argentina consiguió, muy rápidamente, publicar sus trabajos en varias revistas y diarios. Humor, Mística, Clarín, Pagina 12, La Prensa, Perfil, se sucedieron, a veces superponiéndose, durante los noventa. Langer se escurría entre las páginas y publicaba, por ejemplo, a tres hombres brindando con champagne: “La droga de Bolivia la vendemos en Chile y Brasil; compramos armas en Argentina para Perú, depositamos la plata en Uruguay y cualquier cosa rajamos al Paraguay…”; “¡Viva el Mercosur!”. O dibujaba a dos hombres, uno leyendo en voz alta: “Escucha: ´Diariamente en Moscú miles de personas revuelven la basura en busca de alimentos´”; “¡Uau, qué rápido se adaptaron al capitalismo”, contesta el otro metiendo la mano en el tacho para encontrar algo que comer. O a un señor que va al shopping y le pregunta a la vendedora: “Tiene las obras completas de Borges”; la mujer le contesta: “Sí, ¿qué talle usás?”, mientras le muestra remeras con la cara del autor de El Aleph. En alguna provincia argentina, una escuelita que se cae a pedazos recibe la visita de un ministro: “Disculpe Sr. Ministro, la maestra pregunta si además de las 20 computadoras, les conectarán el servicio de luz eléctrica y el agua potable…”; “¡Sí, como no….después de las elecciones”, responde el funcionario.
     En 1993, con Diego Bianchi, idearon El Lápiz Japonés, una publicación anual que reunía a jóvenes historietistas con otros más experimentados.
     -Había llevado una propuesta para hacer un libro con dibujos míos y de otra gente a algunas editoriales pero no tuve respuesta, entonces pensé que era el momento de hacerlo por mi cuenta.
     Cuatro números de la revista-libro fueron suficientes para convertirla en una publicación mítica. Langer dice que, sin proponérselo, su carrera se inclinó hacia un camino más independiente.
     -¿Cuándo un “Langer” empezó a ser un Langer?
     -A fines de los noventa, creo. Cuando empecé a publicar en Inrockuptibles.
     En ese momento se dio cuenta de que tenía que crear algo nuevo, empezar a ser un autor. Así nacieron Clase Media -una feroz crítica social que, a diferencia de La Nelly, nada tiene de amable- y Mamá Pierri. Al principio, dice, forzando los trazos, haciéndolos más digeribles. Pero fue un esfuerzo que no pudo sostener demasiado tiempo y las dos tiras pasaron, poco después, a Barcelona. En la primera historia de Mamá Pierri, una madre amenazante le grita a su hijo: “No quiero que te juntes con esos negros villeros ni con esos coreanos y menos que menos con esos judíos piojosos de la otra cuadra y tampoco con bolitas, perucas y paraguas, ni con esos pibes que tienen una madre desaparecida, ¿mentendíste?. El hijo responde: “Sí mamita, gracias por cuidarme, te quiero mucho”. Y ella: “Bueno, bueno, nada de mariconadas.”
     Mora, su hija de quince años, anuncia que se va a andar en bicicleta con una amiga.
     -¿Con pollera? No salgan de Agronomía. ¿Llevás celular? ¿Y plata? ¿Y la luz de la bici? Pasá por la bicicletería, que te ponga una. Decile que sos la hija del dibujante, aunque no sé si se va a acordar.

En el año 2000, Sergio Langer publicó su primer libro, Blanco y Negro (Eudeba, 2000), con esta dedicatoria: ¨A Simón Wiesenthal, mi superhéroe más querido¨. Langer le escribió una carta al reconocido cazador de nazis diciéndole que de chico soñaba con ser como él, y le envió el libro. Un día de septiembre recibió la respuesta de Wiesenthal: “me siento honrado por su dedicatoria, aunque algo perturbado porque no me considero un héroe….veo que tenemos muchas cosas en común, el humor, los dibujos, ambos somos arquitectos”. La carta venía acompañada por unos dibujos del campo de Mauthausen que había publicado en 1945. Langer desdobla la carta y la vuelve a doblar cuidando que cada pliegue respete la línea ya dibujada. Algunas viñetas de Blanco y Negro elegidas al azar: un padre le dice a su hijo -mientras señala las tierras infinitas en el horizonte- “Algún día, hijo mío, cuando eliminemos a los negros, los judíos, los comunistas, los latinos y los gays…todo eso será tuyo”. El padre lleva una cazadora con la inscripción Buchanan for president en la espalda. En otra viñeta, un militar en silla de ruedas piensa: “Corté un árbol, maté un hijo y quemé un libro, ¿qué más le puedo pedir a la vida?”
     Después, vendrán otros libros, muchos de ellos con Rubén Mira.
     -Cuando conocí a Rubén Mira, al Colo, un poco antes del 2000, yo era un tipo que publicaba, con mayor o menor suerte. A veces pensaba: qué infantil, querer ser reconocido, hago lo que me gusta, encontré una manera de vivir, de no volverme loco: no necesito nada más. Pero sí, necesitaba que aparezca un tipo como el Colo y me diga: “Vos sos un artista”.
     Con Rubén Mira escribieron tres libros: Burroughs para Principiantes (Era Naciente, 2001), Orgullos Castrenses (Comuna del Lápiz Japonés, 2002) y Cervantes para Principiantes (Era Naciente, 2005). En 2003, inventaron La Nelly, un personaje que ocupó un lugar central en la contratapa de Clarín entre 2003 y 2010, y que ahora tiene su espacio en la sección Ciudad.


En junio de 2003, treinta y tres años después del asesinato de su padre, Sergio Langer volvió a Río Gallegos.
     -Desde que mataron a mi viejo tuve la fantasía que, algún día, con mi hermano, volaríamos juntos, como dos superhéroes, para atrapar al asesino.
     Pero fue solo. Caminó los lugares que había recorrido con su padre, volvió al sitio donde había estado la tienda, habló con los amigos, los vecinos, tratando de comprender.
     - Por qué había elegido esa vida miserable. Investigué. Para descartar que tuviera otra familia. Para descartar que fuera gay. Fantasías que llenaban el lugar de los cabos sueltos.
     Confirmó que trabajaba como un burro, que su placer al final del día era comer, en la fonda del pueblo, una tortilla con seis huevos fritos. Removió cielo y tierra y, gracias a que ya era Langer, consiguió leer el expediente del crimen. Ahí estaban, frente a él, las declaraciones de su madre, los testigos, la policía. Y las fotos de su padre muerto y del hierro con el que lo habría matado Artemio Paredes, el sospechoso todavía prófugo. El vuelo de regreso fue de esos que dan miedo.
     -Cuando bajé estaba Susana, esperándome. La abracé y le dije: Mañana nos compramos un auto, yo no soy, no voy a ser como mi viejo.
     Pocos días después recibió un llamado desde Río Gallegos: habían visto al sospechoso y lo habían reconocido. Langer habló con un abogado amigo y pidió la captura desde Buenos Aires.
     -Sentí que gracias a mi dibujo, gracias a que era Langer, me habían dejado ver el expediente. Y que porque era Langer estaban dando, en ese momento, el alerta a las patrullas, los hospitales, las estaciones de trenes y colectivos. Para atrapar a Paredes. Cuando corté, me sentí Superman.
     Nunca supo si lo capturaron o no. No quiso saber.

Entre todos sus libros, el que más le gusta es Manual de Historia Argentina, de Carlos a Néstor (Pequeño Editor, 2005). En el prólogo, María Seoane escribe: ¨Hace muchos años, en una galaxia llamada suplemento Zona del diario Clarín, Langer aterrizó con sus naves espaciales...Desde su desembarco en 1998 y durante estos años dramáticos y farsescos, las naves estuvieron allí, cada domingo, para iluminarnos con su humor ácido y el estilo grotesco que es nuestro verdadero estilo nacional¨. Una viñeta de Manual de Historia…elegida al azar: la justicia -personificada en una mujer vestida de blanco- camina a tientas, los ojos vendados, busca sin ver mientras los jueces se burlan de ella: le han quitado la balanza y la apuntan por la espalda con armas blancas.
     Mamá Pierri, su último libro, tiene una dedicatoria que dice, más o menos, así: “A Nusia, mi mamá, a la mamá de mi mamá, a la idishe mame, a la mamma tana, a la pachamama, a la reina madre, a las madres de la plaza (línea fundadora), a las madres del dolor, a las del paco, a la madre patria, a las merqueras, golpeadas, garcas, boludas, fachas, putas, zurdas, locas, empastilladas, asesinas, adolescentes, adoptivas, lesbianas, sidosas, a las madres hijas de puta, a Mamá Pierri, a…, con amor. Langer”
     -Soy un perfeccionista, pienso un libro y me lleva cuatro años darle forma. Cada página de Mamá Pierri es una noche sin dormir. O sea que son ciento dos noches sin dormir.
     Susana, su mujer desde hace veinte años, entra y Langer le muestra el primer ejemplar de Mamá Pierri que acaba de recibir. Ella lo felicita, pero su cara dice otra cosa.
     -El tío Iasha se cayó en la calle. Hay que ir al hospital.
     Todavía se queda unos minutos mirando el ejemplar, buscando quién sabe qué entre las hojas.
     -Hoy cumple años Mora.
     Ya es casi de noche. Los faroles están encendidos, los caminitos del parque un poco húmedos. Langer deja su taza entre dos frascos de vidrio. En uno guarda todos los pedacitos de lápices HB que ya no puede usar.
     -Es mi cementerio de lápices. Quiero que los entierren conmigo.
     Apenas hay viento, el ruido de algún auto que pasa.


Mónica Yemayel
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2011
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RELATOS

Meretrices, un perfil de Elena Reynaga, por Mónica Yemayel


“Si je comprends les motifs  d´ une action, comment la juger?
  Si je ne les comprends pas, comment la juger?”André Malraux


Sirve un mate amargo, apoya el termo sobre el tablón rústico y blanco, largo, con una docena de sillas alrededor. En la sala la luz es tenue, hay pizarrones, afiches, notas periodísticas enmarcadas, muchas con la foto de ella: el pelo castaño, los ojos profundamente oscuros, encendidos, y una elegancia que reposa en la espalda recta, en los hombros erguidos.
    Elena Reynaga, fundadora y Secretaria General de la Asociación de Mujeres Meretrices Argentinas, AMMAR se cambió el color de pelo hace poco. Antes, cuando todavía ninguna se animaba, ella lo usaba rojo. Hace unos días, en el viejo Café París de la esquina de Artigas y Bacacay, Flores, un habitué acodado en la barra le preguntó “¿Vos no sos la colorada?”. La conoció igual, a pesar del tiempo pasado y el pelo marrón. Dice que ese café fue la primera sede de AMMAR y esa esquina, su esquina preferida.

    -En un calabozo de la 16. Ahí empezamos, con otra revoltosa como yo, a pensar en crear una organización. De la calle nos levantaban los patrulleros de la 50 de Flores, pero después nos mandaban a las dos a la 16 de Caballito. Nos aislaban para que no habláramos con las demás.
    Empezaba a sentirse el calor de los últimos meses del año 1991, cuando la Corte Suprema confirmó la constitucionalidad de los edictos policiales –que habilitaban a la Policía a imponer sanciones por faltas que no llegaban a ser delitos. La decisión transformó radicalmente la situación de las meretrices en las calles de la ciudad. Entonces, comenzaron a juntarse en el Café París, para pensar cómo protegerse, defender sus derechos y enfrentar la persecución. Dos antropólogas, que las entrevistaban para un estudio, les hablaron de la experiencia sindical que se estaba gestando en Uruguay, y las conectaron con Teo Peralta, Secretario General de ATE Capital, que les ofreció un lugar donde reunirse. Pero la presencia de cien mujeres que llegaban a la sede con la ropa de trabajo- escotes y minifaldas, bucaneras y maquillaje pleno- distraía a los compañeros, dice Elena con una sonrisa venenosa. Después, mientras ceba un mate, vuelve a ponerse seria.
    -Imaginate cien mujeres sin ninguna formación política, tratando de hablar todas juntas, creyéndonos que por el sólo hecho de juntarnos las cosas iban a cambiar, que el abuso de la policía, la tortura psicológica, la discriminación iban a desaparecer de un día para otro ¿Sabés que pasó? Fue mil veces peor. Porque la policía vio algo que nosotras no habíamos visto: nuestra unión era una amenaza a sus privilegios, al poder que ejercían sobre nosotras. Entonces empezaron a reprimirnos más. A nuestro histórico patrón no le gustaba lo que estaban haciendo las chicas.
    La necesidad de “dejar de distraer a los compañeros de ATE” derivó en el acercamiento a Víctor De Gennaro, secretario general de la CTA (Central de Trabajadores de Argentina) y maestro político de Elena Reynaga. Era 1995 cuando AMMAR formalizó su relación con la CTA y se mudó a la calle Independencia 766. En el subsuelo de ese edificio antiguo y viejo que recién empezaba a reciclarse, las mujeres de AMMAR encontraron un lugar menos visible que el Café París y la sede de ATE para consolidarse políticamente.
    -AMMAR es lo que hoy es porque nos mudamos acá. Los compañeros hablaban de “conciencia de clase” en las reuniones, en los plenarios, y para mí era quichua. En este lugar empezamos a comprender, empecé a comprender, a tener conciencia política y de clase. Y eso es lo que nos diferencia de otras organizaciones y nos da el lugar que tenemos, y el reconocimiento de organizaciones internacionales como la ONU (Organización de las Naciones Unidas). Por supuesto que no todo fue color de rosa. Al principio, todos querían ser solidarios pero muchos no entendían; a muchos les sigue costando entender que pongas el cuerpo para ganarte la vida: mejor dicho, que pongas los genitales, porque el cuerpo lo ponemos todos.
    AMMAR es, desde el 2004, una organización gremial de hecho, no reconocida por el Ministerio de Trabajo. Tiene cuatro mil agremiadas aunque en la práctica atiende a veinte mil de las ochenta mil meretrices que, se estima, hay en todo el país, un número que representa el 2% del total mundial. Reclaman la regulación del trabajo sexual y su reconocimiento como trabajadoras autónomas, políticas públicas que diferencien entre trata de personas y trabajo sexual, y que regulen en lugar de criminalizar. Luchan contra el estigma, la discriminación y la violencia policial e institucional, contra la marginación que sufren por ser mujeres, mujeres pobres, mujeres pobres que ofrecen sexo: el 73% de las meretrices no tiene vivienda propia, el 93% representa el principal sostén económico del hogar, el 93% tiene de uno a seis hijos, el 96% no tiene cobertura de salud, el 51% no terminó la escuela primaria o no comenzó el ciclo secundario.
    -Dirigí AMMAR por tres años sin saber leer ni escribir.
    La escuela primaria la hizo en la CTA, a los cuarenta y siete años. Ahora tiene cincuenta y ocho y está enamorada, dice, de lo que hace en AMMAR: tratar de devolver la autoestima a cada una de las mujeres que se acercan a la organización como el primer paso de un proceso de empoderamiento. Algunas llegan, a otras Elena las sale a buscar. Se calza su mochila cargada de folletos, videos y condones y camina las esquinas de Flores, de Constitución, de la ciudad entera, del interior.
    -Si no hablo con ellas cómo voy a saber qué les está pasando, qué necesitan. Camino acá y camino las esquinas de todas las ciudades a las que viajo para hablar.
    Por eso es respetada por sus compañeras, dice, porque no se la cree, aunque sabe que ha llegado muy alto. Ellas no quieren que deje su cargo pero es importante preparar la transición, interesar y motivar la participación política de las meretrices más jóvenes. No es fácil, por eso se calza su mochila y sale a caminar las esquinas.
    Entre aquella mujer individualista, que asistía en el 91 a las primeras reuniones en el Café París, y esta mujer que hoy ejerce un liderazgo político en Argentina, y en Latinoamérica y el Caribe a través de su posición como Secretaria Ejeutiva de RedTraSex , hubo una profunda transformación.
    -Cuando empezamos, lo único que me interesaba era que mejoraran mis condiciones de trabajo. Quería hacer algo por mí, que la policía no me llevara, que no me tuvieran presa treinta, sesenta días. Después empecé a darme cuenta que lo que me pasaba a mí era lo mismo que les pasaba a ellas. Pero más fuerte fue llegar a la CTA. Mi cabeza se abrió, entendí que nosotras no éramos las más excluidas ni las más discriminadas, que éramos parte de una clase trabajadora excluida y discriminada.
    Es esa concepción la que aleja a AMMAR de otras agrupaciones, vinculadas con la defensa de los derechos de la mujer y contra la violencia de género, que no aceptan la naturalización de la prostitución como trabajo ni la posición de la mujer como objeto o mercancía. Ninguna mujer nace para puta(Lavaca, 2007), escrito por Sonia Sánchez y María Galindo, y La industria de la vagina (Paidós, 2011) de Sheila Jeffreys, dan cuenta de estas posiciones.
    Y también es esa concepción, la prostitución como trabajo sexual, la que origina el rechazo de AMMAR al Decreto 936/2011, que prohíbe la publicación de clasificados relacionados con la oferta sexual, el histórico rubro 59.
    -Las intenciones pueden ser buenas, pero no es prohibiendo que el problema de la trata de personas y la violencia hacia mujeres y niños va a ser resuelta. Nosotras pedimos que se diferencien e identifiquen las problemáticas para definir las políticas. En nuestra organización, las mujeres optamos por este trabajo voluntariamente: no fuimos tratadas ni obligadas ni secuestradas. Fijate que no digo elegimos: digo optamos. Optamos entre las escasas posibilidades que tenemos para poder sobrevivir.
    Elena Reynaga dice que ella fue una de las primeras en publicar en el rubro 59, que siempre fue hábil para trabajar sola, mantener una conducta y no apartarse de aquello que era su objetivo final, hacer plata, vivir bien, vivir mejor.

***

    Ceba un mate que, desde hace rato, está lavado y un poco frío.
    El piso de madera cruje. Un par de mujeres avanza por el pasillo hacia las oficinas del fondo. Dos, tres, cinco más.

***

    Elena Reynaga nació en Jujuy en 1953, a los seis años se mudó a un suburbio de Buenos Aires con su familia, a los quince se casó, al año siguiente tuvo a su primera hija, Elizabeth, y al siguiente al varón, Pablo, a los dieciocho se separó y se fue a vivir con sus hijos a la casa de sus padres. No estudió pero trabajó desde los trece años, en una fábrica, en una casa de familia, como cocinera. Elena dice que en ninguno de esos trabajos se sintió menos explotada o menos discriminada que como trabajadora sexual.
    -Una mañana, cuando tenía diecinueve años, dije basta. Era una negrita jujeña bastante atractiva, así que me fui a un cabaret, me senté, empecé a hacer copas, después a bailar.
    Casi siempre se las arregló para alejar a los buitres que andaban dando vueltas y veían que iba a trabajar todos los días, que tenía muchos clientes. Siempre fue despierta y no se dejó engañar.
    -Mi intención era hacer plata, plata y más plata.
    Su madre sabía lo que Elena hacía y de alguna manera la cubría. Pero todo cambió a mediados del 76. Para esa fecha ya había dejado el cabaret y optado por la esquina de Artigas y Bacacay, sin decirle nada a su madre. El 24 de marzo la policía la llevó presa por primera vez, quedó encerrada dos meses. Cuando la liberaron, la madre la echó. Una prima lejana la recibió en su casa, con sus dos hijos. Al tiempo, pudo alquilar un departamento, amueblarlo y contratar a alguien para que cuidara a los hijos cuando ella no estaba –siempre, cuando se enteraban de qué trabajaba le cobraban más cara la hora, dice moviendo la cabeza, como negando.
    Los recuerdos sobre el padre de sus hijos no se quedan en la charla, no le importan demasiado.
    -Al amor de mi vida lo conocí en el cumpleaños de una amiga, yo tenía veintiocho o veintinueve años. Apenas lo vi pensé “a este biscochito me lo como yo” –dice con la risa de un recuerdo bien presente.
    No tenía intenciones de establecer una relación formal pero el amor hizo que a los quince días estuvieran viviendo juntos. Él era empleado en una heladería, ella dejó de trabajar, los cuatro se mudaron a un cuarto de hotel. Demasiado chico, demasiado poco. Un año después, Elena habló y dijo que quería volver al trabajo, mudarse a un departamento, darles a sus hijos cosas que ella no tuvo, vacaciones a la orilla del mar, las zapatillas preferidas, comida rica.
    -Me pidió que llegara siempre a tiempo para ir buscar los chicos a la escuela, llevarlos a casa, quedarme con ellos. Y que nunca, nunca, nunca le dijera una palabra sobre lo que hacía.
    Al poco tiempo se mudaron a un departamento, él dejó su empleo en la heladería porque se enteraron del trabajo de Elena y permanecer se hizo insoportable. Fue taxista, cuidó a los chicos -que lo quieren como si fuera su padre y al que, todavía hoy, van a visitar a Mendoza. Vivieron juntos dieciséis años. Un día Elena llegó a su casa un poco antes de lo previsto, él estaba en la cama con la mujer que hacía la limpieza, ella lo echó, sin dudar.
    -No soy capaz de perdonar la traición. Siempre fui de frente.
    Solamente hubo un telón: el que usó para mantener a sus hijos al margen de lo que hacía; a su casa no entraba nada ni nadie relacionado con su trabajo. Recién lo supieron cuando fueron grandes y su figura se hizo pública. Elena cree que tal vez ellos lo intuyeron desde antes. La peor discriminación que se autoimponen las trabajadoras sexuales es creer que los hijos, al enterarse, las van a rechazar para siempre. Y no tiene por qué ser así, dice. La hija de Elena la acompaña a las marchas. La nieta de Elena, que tiene catorce años, la acompaña a las marchas.
    Dejó la prostitución hace diez años, cuando sus cargos empezaron a ocuparle todo el tiempo. Y aunque está el amor por los hijos y los nietos, y por lo que hace, nada reemplaza el amor de un hombre. Dice también que algo de ella impone cierto respeto desde que milita, como si las mujeres no pudieran ser bonitas y pensar al mismo tiempo, como si el mundo estuviese lleno de cagones. Mira el reloj. De pronto se da cuenta que se incluyó en el universo de las bonitas, se ríe y se disculpa.
    Una mujer entra a la sala, se acerca, saluda, le da un beso, le dice que las chicas la esperan en el fondo. Antes de irse Elena contesta:
    -No, no es un mito: nosotras no besamos en la boca. Es algo que transmitimos de generación en generación. Cuando hay sentimientos todo empieza ahí, las verdaderas emociones empiezan ahí, en el beso. Te lo digo de otra manera: para calentarme necesito besar. Por eso no besamos, para no involucrarnos.
    El termo está completamente vacío, el mate sin agua, pero Elena Reynaga, igual, le da una última sorbida que hace un ruido fuerte, largo.
    -Pero yo besé.


Mónica Yemayel (Buenos Aires)
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