ESCRITORES EN SITUACIÓN

John William Cooke, lector del Martín Fierro, por Guillermo Korn


El 19 de septiembre se cumplieron 50 años de la muerte de John William Cooke. La Universidad Nacional de General Sarmiento organizó una jornada de reflexión en torno al pensamiento de este pensador y político. Un fragmento de este texto, reescrito para Escritores del Mundo,  fue uno de los que circuló ese día.

1934. El pibe mayor de los Cooke –Johncito– pasó en los años de secundaria por las aulas del Colegio Nacional. El Colegio Rafael Hernández, desde 1905 incorporado a la Universidad Nacional de La Plata, es otra versión de aquel al que Cané le dio un aire literario y el paso de los años un prestigio elitista. La versión platense del Colegio guarda en la manga un singular naipe a su favor que esgrime al ser comparado con el porteño: su acreditación como reformista. 1934 será recordado por un hecho de masas inédito hasta entonces, el Congreso Eucarístico; dentro del radicalismo como un tiempo de debates entre las corrientes abstencionistas y concurrencistas; y en el ámbito de aquella casa de estudios, como el pasaje entre dos rectorados: el que terminaba José Serra Renón y el que comenzaba Alfredo Calcagno. Es probable que 1934, para el nombre que hoy nos convoca, sea el año en el cuál deba consignarse la aparición –fortuito hallazgo– del primer escrito publicado por John William Cooke. Las páginas que acogieron ese trabajo son las de un periódico, tamaño sábana, que tenía un título no menor al de sus dimensiones: Martín Fierro. En el centenario de José Hernandez. El periódico de pocas páginas, durante sus 19 números, se abocó a la recopilación de datos, referencias, imágenes y anécdotas sobre ese escritor y su obra. Son muy escasas las menciones a esta publicación. De las pocas, las menos le adjudican una pertenencia a la propia Universidad. Las restantes, al grupo Martín Fierro de La Plata. Sería más apropiado cargarle las tintas al tesón de un profesor de ese colegio, que conocía cada verso del poema nacional como pocos y que llegó a sostener –en debate con los puristas de la lengua– que “nada hay en todo el ejercicio del castellano, del ‘siglo de oro’ acá, que alcance la expresividad, el lirismo, el dramatismo, la epopeya, la hermosura de Martín Fierro”. Estamos hablando del escritor José Gabriel. Español de origen y argentino de práctica, radicado desde pequeño en este país. Gabriel era también periodista del diario Crítica, cultivaba la parte cultural y las crónicas de fútbol. El diario de Botana hizo su aporte con la tipografía para la aparición de Martín Fierro. En el centenario de José Hernández, que contó con un financiamiento cambiante número a número. Entre ellos el de Raúl Oyhanarte, Ricardo Levene, el mencionado Calcagno, Alejandro Korn, Enrique Larreta, o instituciones como la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia o los Talleres Rosso. Un recuadro aparecido en el sexto número explicaba que concluía la publicación de los trabajos de los estudiantes de 4to año, del curso de Literatura. Como el que comenzaba así: “La filosofía de Martín Fierro, demás está decirlo, es una filosofía de la experiencia. Casi podría decirse que todas las palabras, todos los actos del personaje en el curso del poema responden a una filosofía, esto es, a una concepción total de la vida; y a una concepción, desde luego, congruente: todos los hombres sustanciales poseen una organización mental férrea”. El artículo era breve. Buscaba “señalar algunos indicios cardinales de la doctrina martinfierresca”. Y marcar las diferencias entre la primera y la segunda parte del poema: la actitud social del protagonista, más rebelde y activa en la primera; y más resignada y razonada en la segunda. “Pierde en esplendidez épica” lo que “gana en serenidad filosófica”. Repasaba la payada con el Moreno y los consejos a los hijos, de ahí a las conclusiones. Este breve escrito que se titula “El filósofo” concluía con una firma que aglutinaba varios nombres. Los dos primeros en mayúsculas, en el nombre y apellido. Los demás no. El primero de la lista era John W. Cooke.
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El Tóffolo, por Guillermo Korn


Comeríamos la mesa, si nos lo ordenasen las Escrituras.
Todo se come, todo se comunica,
todo, en el corazón, es cena.

“Hotel Tóffolo”, Carlos Drummond de Andrade

Al mediodía nunca encontramos abierto ese lugar. Abre, apenas, unas horas a la noche. Hay una señora mayor como encargada de la barra. Parece estar leyendo, aunque en su mano izquierda tiene un bolígrafo. Quizás redacte una carta, o complete palabras cruzadas. A un par de metros, en una mesa un hombre chequea papeles. Corrobora datos o los transcribe en una computadora medio baqueteada.
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El estado del arte y la conexión Tibol, por Guillermo Korn





"La ruta a México es: Antofagasta, Lima, Panamá, México y escala técnica en esos lugares.
Comuníquenlo al canciller Rabasa y díganle que cruce los dedos"
Telegrama del embajador de México en Chile, septiembre de 1973.

“Amigo don César: quiero darle una noticia maravillosa. Me voy a Méjico el lunes, de aquí 8 días.
Tomaré el avión en compañía de Diego Rivera”
Carta de Raquel Tibol a César Tiempo, Santiago, mayo 11 de 1953.

Una muestra se inauguró hace pocos días en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Dos ejes la recorren: “La exposición pendiente”, en la que se exhiben bocetos, pinturas de caballete y estudios preparatorios que pertenecen a José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros; y “La conexión sur”, donde se buscó tejer lazos de intercambios entre los maestros mexicanos y los argentinos Antonio Berni, Carlos Alonso, Lino Enea Spilimbergo, Juan Carlos Romero, Diana Dowek, Juan Carlos Distéfano, Demetrio Urruchúa y Juan Carlos Castagnino.
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Reflejos de Carmen Miranda, por Guillermo Korn


Ningún brasileño sensato puede ignorar lo mucho que Carmen Miranda hizo por Brasil en el exterior, transportando este país en su equipaje, enseñándoles a los pueblos que jamás habían tomado conocimiento de nuestra existencia a cantar nuestras canciones y adorar nuestro ritmo.
Heitor Villa-Lobos

María do Carmo era el nombre que figuraba en su partida de nacimiento. Ese no fue el único cambio, aunque es probable que haya sido uno de los más importantes. En la lista se apuntan también sus zancos de veinte centímetros de plataforma para disimular la baja estatura, las numerosas pulseras, los aros de gran tamaño, las balangandãs y por supuesto, los exóticos vestidos y tocados con los que construyó una figura que conquistó al público.
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Presentación de Desarma y sangra, de Cecilia Flachsland, por Guillermo Korn


El viernes 14 de agosto, en la Sala Augusto Raúl Cortázar de la Biblioteca Nacional, fue presentado Desarma y sangra. Rock, política y Nación, de Cecilia Flachsland. La presentación estuvo a Cargo de Matías Farías, Guillermo Korn y Liliana Herrero. A continuación, tenemos el gusto de reproducir la lectura que hiciera Guillermo Korn aquella tarde. 


Como comienzo, me parece honesto reconocer que conozco bastante la discografía de Paco Ibañez y, en contrapartida, que carezco por completo de idea de qué se trata Viejas locas; que me siento más cercano a las composiciones de Chico Buarque que a las de Luis Alberto Spinetta. Y diría algo más: que así como me entusiasma buscar datos en la web sobre Eduardo Rovira, mi curiosidad es nula si se trata de leer algún comentario del diario, en el caso, por ejemplo, de La Renga. Esta confesión de partes y reconocimiento público de algunos de mis límites es el paso previo a decir que me alegra mucho sumarme en esta mesa de amigos, convocada por Cecilia, y que estoy muy gustoso de actuar como banda soporte en la presentación de este esperado libro.
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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Horacio González. El escritor en la frontera, por Guillermo Korn


A fines de noviembre se conmemoró la obra de Horacio González, en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Allí el autor de Restos pampeanos (1999) dictó sus clases, durante dos décadas, hasta fines de este cuatrimestre.
    Fue una jornada maratónica a la que asistieron cientos de personas y una treintena de expositores habló de sus libros, a modo de homenaje. Lo que sigue es una de esas lecturas.

No voy a ahondar en el rezongo hacia una institución poco acogedora, algo hostil. Este acto lo confirma. Que seamos los ex alumnos de Horacio, sus ayudantes, colegas y amigos quienes nos juntemos para decir algunas palabras, siempre pocas, de reconocimiento a un pensamiento sutil y generoso, y no la facultad la que convoca a este acto, habla de cierta oquedad institucional. Pero habla también de la situación de relativa extranjería desde la cual González piensa.
     En las fronteras: en revistas masivas y menores, en mesas redondas, en opúsculos, en los márgenes de los libros y hasta en volantes callejeros. Decir en las fronteras nos lleva a este libro escrito en aquellos días en que Horacio era profesor de la Escuela de Sociología y Política cuando vivía en Brasil, y escribía en el suplemento “Folhetim” de la Folha de San Pablo. Eran los tiempos en que proponía a quienes cursaban su materia la práctica del método Bloom. El mismo consistía en una recorrida por las calles paulistanas, a la manera en que el personaje de Joyce recorría las de Dublín, para contar lo que allí acontecía.
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Señalética, por Guillermo Korn


A Hugo, que también la ama y la padece 

El lenguaje se renueva constantemente y nuevas palabras asoman a diario. Según se va viendo, algunas ligadas a un pequeño círculo se expanden hasta naturalizar su uso.
      Tomemos una. Señalética, por ejemplo. Tal vocablo pertenecía exclusivamente al mundo del diseño hasta no hace mucho. Una custodia del museo y su superior, días atrás, hablan sobre la caída de la señalética en la sala de arte. Tardé en entender a qué se referían. El diccionario de la RAE no lo dice, pero la web resuelve esas dudas. No muchas más. Al menos nunca encuentro la respuesta para la recurrente pregunta de mi amigo: ¿Qué hacer? El mismo interrogante de siempre. O por lo menos, desde 1902. Inconforme con el silencio culposo, mi amigo me arroja otra irresoluble: ¿Cómo es la vida?
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Vidas de bolsillo: el profesor Kraepelig, por Guillermo Korn


Alto, canoso, de andar cansino a causa del sobrepeso y los años. Suele vestir, entre el otoño y la primavera, un pullóver verdegrisado y raído. Con manchas de un café de otros tiempos que se ocultan bajo un saco medio corto de sisa. Así solía decir la tía Maruca, la que había trabajado con Paquito Jamandreu.
     El edificio del microcentro de la Facultad de Filosofía y Letras tiene un par de carteleras por piso. Avisos de subalquiler de piezas para estudiantes extranjeros, lectura del tarot y de gente que busca gente se entremezclan con notas académicas sobre mesas redondas, congresos y becas. Así supimos que el profesor Kraepelig dirigía el Centro de Estudios Comparatísticos en Filosofía clásica y Fisiología en la Facultad de Humanidades de Buenos Aires. Eso dice el encabezado de esas curiosas notas redactadas a mano, en los que la letra se inclina progresivamente a la derecha. A poco de empezar a leer la grafía se torna casi inentendible. Entre letra y letra no media espacio alguno, y el trazo del escrito denota un ligero temblequeo. Con el paso del tiempo nos dimos cuenta que se anuncian charlas distintas, pero siempre con un mismo expositor.
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NOTICIAS DE AYER

Intrigas de Palacios, por Guillermo Korn


“Varían mucho los gustos y criterios acerca de la belleza. Y lo mismo que decimos de la belleza
hay que decir de la expresión. En efecto, a menudo es la expresión de un personaje en el cuadro
lo que hace que éste nos guste o nos disguste.”
Ernst H. Gombrich, Historia del Arte


En su libro Estadistas y Poetas, Alfredo Palacios le dedica un ensayo a Pedro Zonza Briano y otro a Rogelio Yrurtia. En el primero califica al creador del Monumento de Alem como “poeta hermano de Rodin”. El segundo es un elogio del autor del Canto al trabajo. El texto sirvió como aval a su proyecto de ley sobre la creación del museo, en la casa que perteneció al escultor, en el barrio de Belgrano.
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Sobre Espía vuestro cuello de Javier A. Trímboli, por Guillermo Korn


“Sólo algunos de ustedes, que de por sí son pocos, se preguntarán porque no llamo a las cosas por su nombre, a qué viene tanto gambeteo si la libertad de opinión es irrestricta”.
Javier A. Trímboli, Espía vuestro cuello

Creo que unos pocos sabían de su existencia. El autor, remiso a contar y cuidadoso de lo que podría resultar esa aventura, apenas la había anticipado. Al paso. Algo decía a veces de "la novela". Porque las librerías porteñas remozan de títulos que hablan de una nueva narrativa argentina. Cien páginas promedio. Javier Trímboli se despacha con casi seiscientas. Un bofetón para los que se regodean en el diminutivo. Apuesta fuerte. Poco y nada de “novelita”. Evocación de la desmesura, en todo caso.
     Espía vuestro cuello se llama el libro en cuestión. El curioso título remite a una frase que se esconde en otra más extensa: "No son las protestas de los traidores encubiertos; no son las seguridades de los consejeros incautos; las que han de desviar la mano aleve que espía vuestro cuello en la soledad y en la sombra. Es vuestro propio valor. Es vuestra propia energía." El grandote y bravucón Hernández zamarreaba así al vencedor de Caseros, para increparlo tras el asesinato del Chacho Peñaloza. Lo alertaba de las falsas expectativas que debía tener –cuando confiaba– en esos aliados. Sus enemigos. En este libro, la frase se acompaña de un subtítulo: "Memorias y documentos de trabajo”. Sus partes, como las cuerdas de la guitarra, son seis. En tres converge un punto de partida común: el Colegio Nacional de Buenos Aires. Miguel Cané logró convertir al Nacional Central en el colegio: un emblema de la Generación del ochenta y todas las que colearon por atrás. Para la voz narrativa de Espía…, hecha de fragmentaria reconstrucción, en el Establecimiento. Un modo de tomar distancia –“por tristeza y por pudor”– de aquella aplastante carga simbólica que le impregnó el autor de la ley 4144. Y una pista para indagar la marca del orillo. También sus secuelas.
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Gálvez y Gombrowicz. O la inconformidad de tocarse la oreja, por Guillermo Korn




“¿cuáles eran las posibilidades de comprensión entre esa Argentina intelectual, estetizante y filosofante y yo? A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París.”

Witold Gombrowicz



Suele repetirse que Argentina es un país con poca memoria. Podría decirse además, con pocas memorias literarias. Las de Manuel Gálvez son una fuente inagotable de anécdotas y una cantera de cruces inesperados entre escritores. La edición en cuatro tomos (Amigos y maestros de mi juventud, En el mundo de los seres ficticios, Entre la novela y la historia, En el mundo de los seres reales), publicados por Hachette, o más tarde en dos volúmenes, por Taurus, trae –por fortuna– un índice onomástico de los autores mencionados.
    El más aludido, claro está, es el propio autor. Gálvez el memorioso, no omite contar quién lo elogió, quién lo ninguneo y qué merecimiento le fue esquivo. Para entendernos: tan mencionado como Noé Jitrik en los tomos de la Historia Crítica de la Literatura Argentina, que aparece bajo su dirección. Más que Borges, dijo alguno con malicia. Volvamos. Ahí puede encontrarse la referencia a Séneca, a Belisario Roldán o a Joseph Roth, entre otros muchos. Muchos más quedan fuera. Entre otros Witold Gombrowicz.
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Lo que se cifra en el nombre, por Guillermo Korn



“La calle que es linda de recorrer de punta a punta porque es la calle de vagancia, de atorrantismo, de olvido, de alegría, de placer.” 
Roberto Arlt 

Puede tornarse redundante escribir sobre los cambios en la ciudad: la urbe y sus transformaciones, la modernización urbana, la picota del progreso, y otros tópicos aparecen. Cambian las calles y también sus símbolos. Son temas que dan letra al cronista cuando su imaginación escasea. Siempre habrá tela que cortar, siempre asoma un hilván entre esos retazos. Un tema ventajoso. 

Me propongo hacer una caminata por Corrientes, en el tramo que va de Callao hacia 9 de julio. Solo llego hasta Rodríguez Peña. Una cuadra. No puedo seguir más allá. Me pongo nervioso. 



Rápidas impresiones al paso. Que el cine Los Ángeles, aquel que por décadas sirvió para el encuentro entre los que le daba alergia el café de La Ópera, o les molestaba el ruido de dados de La Academia, pasó a ser casi una puerta de escape del Burger King. Un apéndice de otro imperio, con bases en lo gastronómico –dice nuestro amigo izquierdista. Ni Pixar, ni Disney. 


Asombroso: se anuncia una obra de teatro basada en un texto de Julio Verne en tres dimensiones. Me sale el nostalgioso. 

Frente del ex cine devenido en neo teatro asoma La Pasiva, cual si estuviéramos en la montevideana avenida 18 de Julio. Semanas atrás, un cajero, fortachón y colombiano se hizo el guapo antes las cámaras. Repelió un robo, se convirtió en el héroe del día y sacó a patadas al sospechoso. Dijo que defendía el "lugar que me da de comer.” Valeroso. Ese día el ex candidato De Narváez bufó, sintió perdida una oportunidad. En la calle murmuraron: ¡es un envidioso! 

Arrugado encuentro en el bolsillo del sobretodo un viejo recorte de diario. Añoso. “Viveza criolla” se titula. El artículo dice que el local no tendría vínculo con la cadena de restaurantes que inundan el otro lado del Río de la Plata. Sin embargo, su logo es similar, su nombre es el mismo y ambos ofertan frankfurteres. A falta de Gandhi, buenos son los chivitos canadienses. ¿Es eso sabroso? 

No encuentro en la carta si tienen Pilsen. Como el mozo no viene, miro al otro lado de la calle.¡¡¡Esto es asombroso!!! ¿Una nueva cadena de librerías? No, en la vereda de enfrente abrió una concesionaria de autos. Pero ¿dónde estamos, en avenida Libertador? Me paro para irme. Un chico ojeroso que habla a los gritos por su celular, en otra mesa, me mira torcido. Me cree quisquilloso. 

Odioso, dejo la cerveza sin pedir y salgo en busca de un helado. El mejor probablemente. El más delicioso. Una pena no tener relación con los dueños para pedirles doble ración por el consejo a los lectores. Me arrepiento, mi pensamiento es ominoso. 

Por razones de buen gusto y decoro, seré breve. Me indigesté. –No, no… si el helado estaba perfecto. Me falló el entorno y los nervios. Ya me había pasado tiempo atrás tomando un tecito, en Las Violetas. Fue cuando se me ocurrió mirar en diagonal, hacia la pizzería Tuñín. Arriba había un cartelón amarillo cremoso con una carota gigante, poco texto, decía algo como “amable”, “sensible”, no sé. 

Entonces tuve convulsiones: quemadura de segundo grado. Ardoroso el tecito. Algo semejante me pasa al ver este cartelón –en versión verde lagunoso, pero la misma carota, más calva y de tamaño cuadriplicado–. El helado sucumbió. Se me vino abajo. Lo mío es bochornoso. 

Un enchastre todo. La carota sigue sonriendo allá arriba. Dichoso. El fulano ocupa la esquina completa: imposible saber si el cartel comienza en Corrientes y termina en Rodríguez Peña, o es al revés. Abarca parte de ambas calles, en ángulo. Tamaño cuatro ambientes. Calculo: eso es costoso. 

Su texto son ocho palabras. No sea que lo acusen de capcioso. Nueva formulación política que hace gala de sus pocas palabras y de la incapacidad de formularlas. Otra que el twiter. Los consultores de imagen recomiendan: ni latoso ni farragoso. 

Recuerdo memorioso. El tránsito y la ecología eran los temas del pasado, por encima de pizzería de Almagro. De nuevo el único pedido es que recordemos esa cara y ese nombre. Marketing político. Nada más: ¿cuándo fue que se habló de la muerte de la política? No hay ideas, menos aún la sigla de un partido. La calle cambia y las preocupaciones del legislador porteño viran. De los problemas del tráfico a las clínicas de animales y las quitas de siliconas dañinas. Eso es peligroso, había dicho. Preocupación de las mayorías. Suena candoroso. 

El heladero me ofrece una rejilla para limpiarme, y me comenta que en Corrientes y Libertad, o Talcahuano no sé, otro cartel dice más o menos lo mismo: respetuoso - amoroso - tolerante. Un dechado de ingenio. Me comenta que el hombre, con pasado en el sindicato de bingos, quiere postularse a jefe de gobierno.-Es ambicioso. Se juega su ficha, dice. 

Trato de limpiar mi pantalón otrora blanco, devenido zaino. La mancha expandida de helado. Mi recorrida queda manca. Mejor marcho presuroso. 

 Guillermo Korn 
 Buenos Aires, EdM, septiembre 2012
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Rumbo a Siberia, por Guillermo Korn



Así como algunos nombres propios los ligamos a algunas caras de personas conocidas, a los que les tenemos mayor o menor aprecio, algunos lugares nos aparecen asociados a un concepto.
Digamos, por ejemplo, Siberia. Inmediatamente se nos aparece como un lugar ligado a exilios políticos y deportaciones. Como se cantaba en nuestra infancia la sentencia de una prenda: “a Berlín, a Berlín”. Aún hoy, cuesta asociar esos lugares a otros significados y experiencias. Quizás porque primero los zares usaban aquel lugar para reclusión de presos políticos. Más tarde llegó el tiempo de los Gulags. Siberia, entonces, como sinónimo de ostracismo y trabajo forzoso. El propio Lenin padeció allí por tres años. Zona aislada de la Rusia europea, hasta que las vías férreas del Transiberiano acortaron las distancias.
Tras la revolución de 1905 y su derrota, Simón Radowitzky logró zafar de la prisión siberiana exiliándose a la Argentina. Paradojas del destino le hicieron conocer otra Siberia: el penal de Tierra del Fuego. Allí las condiciones no eran mejores, pero eso sería el tema de otro artículo.
La cosa es que pese a la desinformación internacional que los diarios locales proveen, ahora podemos empezar a asociar la actualidad de aquella región con otras imágenes, más coloridas y vitales.
El cable cuenta que en Barnaúl, una ciudad atravesada por el río Obi donde las temperaturas llegan a cuarenta grados bajo cero, se pretendía realizar una manifestación contra algunas irregularidades de las elecciones últimas que dieron como ganador a Vladimir Putin.
Los ciudadanos intentaron mostrar la unificación de sus reclamos, pero llegó la prohibición y hubo que imaginar nuevas estrategias. No iban a dejarse intimidar así nomás por una prohibición de la Municipalidad. Si hasta podría mostrarse la correlación de fuerzas de otro modo.
A pesar de las diferencias sociales, de género y hasta de hábitat, numerosos cuerpos macizos enfrentaron las inclemencias del frío y de la censura. Nuevos  rostros, en la felicidad del reclamo comunitario, sostuvieron sus pancartas contra viento y marea, o mejor aún, contra el viento y la nieve. Ni el mentado Radowitzky llegó a imaginar jamás que objetos similares a los que fabricaba en sus últimos días del exilio mexicano, podrían servir para algún tipo de reclamo.
Pero la protesta, que los ciudadanos derivaron a sus pequeños representantes también se frustró. Fue prohibida, porque los manifestantes –dijo un portavoz del gobierno local: “…especialmente los de importación, no sólo no son ciudadanos de Rusia, sino que además ni siquiera son personas.”


 
                                                         Guillermo Korn
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A diez años, por Guillermo Korn


La malla metálica desnuda un vacío. Una estructura hueca: ni ramas, ni flecos ondulantes. El patetismo de la quema parece encerrar la impotencia del no hacer revolucionario. O cierto sinsabor réprobo. Algo hay de disgusto adolescente, como robarle la gorra al vigilante o pararse a mear la reja de la casa de gobierno. Puro gesto. Un manual mal leído, sin haber llegado a la página con el mentado pasaje que habla de la historia que se repite primero como tragedia, etcétera, etcétera.
     (Deberes para el año que comienza, diez páginas de una frase: No repetir burdamente un acto. No repetir burdamente un acto. No repetir burdamente un acto. No repetir…)
    No es necesario repetir para recordar. Las cercas metálicas de esa misma plaza se usan para la instalación de la Asociación de Reporteros Gráficos (ARGRA). Heredadas del 2002 y con años suficientes para jubilarlas, esas vallas sirven para contener otras imágenes. Más de medio centenar de fotos de grandes dimensiones se expusieron allí. Y en Plaza Congreso, también en la intersección de 9 de julio y avenida de Mayo. Los protagonistas de las imágenes son seres anónimos –ciudadanos habrá que decir para no dejarle el apelativo sólo a los que les gusta reivindicar su ira bajo esa condición– que tomaron las calles donde encallaba su desconfianza a la condición de representados. O mejor dicho, de sus representantes. Aquel momento fue la mezcla de angustiosos pedidos de comida, saqueos, asambleas, renuncias, riesgo país, caída de depósitos, cacerolas, fábricas recuperadas, bancos amurallados, un migrante en la azotea de la Rosada y miles desde Ezeiza, ahorristas indignados, crisis, default, fogatas, estado de sitio con cronómetro, piquetes, represión, depósitos bancarios retenidos, calles cortadas, sucesiones sucesivas, olor a caucho quemado, baja de salarios, club del trueque, motoqueros, corridas bancarias, corridas en las calles: casi cuarenta muertos. Mucho de lo que pudo verse en el excelente documental 2001. Relatos en primera persona, que Canal 7 produjo y emitió días atrás.
    Imágenes, entonces. Pero ese tiempo fue también el de otras lenguas que se pueden rozar en la babelia de voces que presenta La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2001, el último libro de María Moreno. Balbuceos y vacilaciones de palabras corroídas por la pátina de tiempo. El óxido, en apariencia, se acumula. Pero sólo en apariencia, porque al pasarle el dedo a sus páginas se ve que ni se amarillenta ni sus dispares voces carraspean. Aquel presente sirvió de estrado para que un coro amplio, con muchos solistas, mostrara las incertezas de un país en sombras. Relatos sin distancia de los hechos, con la premura del entonces ahora. Riesgos de la inmediatez. De todo hay, como en botica: desde un clochard ilustrado a un ex guerrillero devenido ecologista, de un párroco de barrio a una travesti militante. Profesores ofuscados, lúcidos, entusiastas y escépticos, periodistas con calle, y una impecable cronista que hilvana los distintos tonos sin neutralizarlos. La tapa es una foto que muestra una postal otra. Como escenario una calle semivacía. Diagonal Norte con el Obelisco al fondo, fantasmal. La fogata en primer plano y el humo que todo lo cubre. Un joven que se sostiene sobre una pierna, con su cuerpo ladeado después de haber arrojado una piedra. Un pañuelo le cubre el rostro. Su gesto solitario y desafiante tiene un parentesco a quien desde una de las fotos expuestas en la Plaza de Mayo, parece esperar el eco de aquel grito: “Cruz no consiente/ que se cometa el delito / de matar así a un valiente”.


Guillermo Korn
Buenos Aires, EdM, diciembre de 2011
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El tualé, por Guillermo Korn


Mansilla simula barbarizarse, puñal en mano, cuando se corta las uñas de los pies de sobremesa, en el toldo de Baigorrita. Como si estuviera solo en mi cuarto haciendo la policía matutina, dirá. Acto de seducción y de supuesta asimilación con los ranqueles. Antes de esa puesta en escena, había aplicado otro recurso para estirar el tiempo: higienizarse, peinarse y acicalarse lo más despacio posible. “Tarde más en limpiarme los dientes, que en lustrar un par de botas granaderas”. Modos de demorar su llegada al toldo de Mariano Rosas donde la parranda, los excesos etílicos y los yapaí permitían intuir la posibilidad de conflicto. A ese acto refiere con acento francés y en femenino: hacer la morosa toilette.

    A fines de los años cuarenta, Elías Castelnuovo vuelve a la narrativa. Su novela Calvario se distancia de su producción previa por incluir una lengua narrativa alegre. Sin embargo, en aquellas ficciones como en ésta abunda la sucesión –como las cuentas de un collar– de desdichados del mundo.
     “Le corté el pelo con una tijera para completar su tualé” – diría el redentor que emulaba a San Francisco matando piques y curando la sarna de los niños de aquel poblado correntino.
    Con Castelnuovo se cargó las tintas, reconozcamos. Sea bajo las acusaciones de sus mañas naturalistas, los excesos de literalidad o por su realismo extremo. No se advirtió que su realismo se extremaba al encarnarlo en un modo del lenguaje. La palabra hecha carne, quiero decir. Así anticipó aquello que en la literatura de David Viñas será marca: la trascripción gráfica del sonido de algún vocablo de origen extranjero, pronunciado de modo abrupto.
    La prosa de Viñas rebosa de forté, coñá, yaqué, usté, reló, y así siguiendo hasta recalar en tualé:
     “Lo de siempre: a comer por algún lugar con mozos reverentes, señoras de escote y que se acarician el lóbulo de la oreja mientras hablan, un vino pesado y muy frío, alguna carrerita con las otras mujeres hasta el tualé…” en Cosas Concretas.
    También en Jauría: “Entonces Simón le pidió que se arrodillara, como antes, porque ella siempre le había dicho que así le gustaba. Y Arminia se arrodilló, ahí, en medio de todos esos regalos que llenaban el antiguo cuarto de la mujer de Gualeguay (al que Arminia le había hecho poner Un tualé, ¿ves? ) y otro espejo que apenas brillaba en la penumbra”.

Diferentes apariciones: como objeto y como práctica. En precisión francesa –aún en la zona ranquelina– o en abrupta castellanización en los pagos de Corrientes. Pero también en distintos usos literarios. En Una excursión a los indios ranqueles será una estrategia: un modo de ganar tiempo. Como rasgo de civilidad para tomar distancia de los excesos de la ingesta de alcohol. Un coronel que busca controlarse. Evitar el descarrío de una conducta diplomática que se refuerza en el uso de la palabra extranjera y femeneizada, distante de Mariano Rosas y de sus lenguaraces.
    En Calvario la pobreza cunde. Los adultos, y también los niños reclaman al recién llegado una atención y un servicio del que los lugareños no podían hacerse cargo. Finalmente, en Viñas, como en el cuadro de Berthé Morisot, el tualé aparece enmarcando un escenario erótico.

Guillermo Korn
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2011
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NOTICIAS DE AYER

Con proyección de futuro, por Guillermo Korn


La ilustración titulada “¡Cómo cambian los tiempos!” de Moritz –en realidad un compuesto de cuatro dibujos– nos muestra las transformaciones de una ciudad, en una secuencia temporal. La ciudad es Buenos Aires. Las primeras tres escenas coinciden en mostrar una ciudad de casas bajas, a cielo abierto. En la primera, 1830, un clérigo dialoga con alguien que porta lentes y que lleva su galera en la mano. Respeto por el eclesiástico. O por la dama que a fuerza de miriñaque empequeñece el cuadro, y gana el primer plano. Un gaucho y algún personaje más se suman, lo que no obstaculiza para que en el fondo asome el Cabildo y un poco más allá, la emblemática Pirámide de mayo. Arriba, cerrando, nubes y pájaros. En 1890 el centro se corre y el telón se abre. El plumín de Moritz ahora recrea las cercanías de Plaza Lavalle, donde la revolución del Parque clausura la presidencia de Juárez Celman. Escena de guerra urbana matizada por algunos momentos de vida cotidiana: una gran pava en el fuego y el mate que acompaña a los combatientes, o un inconsciente que saborea una pitada mientras custodia la pólvora. Atrás el cielo contaminado por el fuego de los arcabuces que se disparan una y otra vez. 1913 nos muestra el presente del dibujante. La piqueta del progreso barre con los restos de la gran aldea que deja paso a la urbe moderna. Ciudad derruida por las obras del subterráneo y la edificación en mayor escala. La imagen se asemeja a la que protagonizó el intendente Torcuato de Alvear –maza en mano– cuando se echó abajo la recova que dividía la Plaza de la Victoria. Entre signos de interrogación, 1999. Caos, calles atestadas, trenes que circulan en lo alto, junto a las torres que completan el paisaje. Como si fuera poco, subterráneos, motos, autos deportivos, tranvías y aviones por doquier. De cielo, nada. La proyección distópica de Moritz para imaginar la escena, ochenta y cinco años antes, lo pone en serie con muchos ilustradores, cuentistas y novelistas sobre los que trabaja Margarita Gutman en Buenos Aires. El poder de la anticipación.*

    Dos discursos aparecen en tensión: el de la ciudad vertical del porvenir, que ofrecían las revistas ilustradas y el de los planes letrados, que buscaban corregir los defectos de la ciudad real. En el primero el peso lo lleva la idea de lo vertical y las formas tridimensionales. Configura proyecciones de las formas del consumo y el confort. En el segundo, la ciudad se piensa como un todo, su propuesta se basa en lo correctivo. Nueva York como modelo de futuro o París como capital de siglo XIX. Ambas ciudades sirven como disputa entre quienes arrojaban ideas donde la imaginación se impone y la de quienes planificaban una ciudad otra, posible para el futuro próximo. Podríamos decir que la obra de Gutman abarca de comienzos del siglo XX hasta fines de su segunda década, que tiene más de setecientas páginas, y que la selección abarca casi doscientas imágenes escogidas de varios miles de ejemplares de revistas que pasaron por la revisión histórica. Pero como los números nos intimidan y abruman, mejor es decir que su modelo es el de la urbe. No hay un único punto de partida, sus recorridos pueden ser varios y como en la ciudad moderna, sus intereses también. Quien recorra sus páginas podrá conocer las diferencias entre los modelos de revistas populares ilustradas, leer sobre las ideas del futurismo y su recepción local. O repasar los modelos utópicos signados por los nombres de Edward Bellamy, de William Morris o de H. G. Wells. O recorrer las marcas originales que proponía la Argirópolis sarmientina, la Buenos Aires del 2080 de Sioen, o la del siglo XXX que presenta Eduardo de Ezcurra. También está la lectura lúdica de Paul Groussac, o la higiénica del doctor Coni. O el repaso de esas otras que Felix Weinberg llamó Dos utopías argentinas, la del anarquista Quiroule, y la del socialista Dittrich, recuperado por Miguel Vitagliano desde la narrativa. En esa serie se suma La estrella del Sur, del periodista español Vera y González. Novela que relata un viaje en el tiempo que llega al bicentenario de la revolución de mayo. Las ideas del Centenario y sus debates sobre la ciudad también están presentes en este libro. Dijimos novelas y cuentos, pero también fotos y caricaturas, artículos e ilustraciones, comentarios y opiniones. Las que aparecen en Fray Mocho, PBT, Caras y Caretas, El Hogar o en La vida moderna. De forma original o como copia. Con referencia al medio que las publicó originalmente, o modificadas para darle aire local al asunto. Y aparecen flips y flaps –especie de subeybajas gigantes– que transporta peatones por las transidas calles porteñas, aviones, monorrieles, tranvías aéreos, barcos como ciudades, o hilos de teléfono por los que la gente circula. De la mano de nuevas formas de consumo masivo. La novedad del uso de la electricidad anticipa el mundo urbano de servicios.
    Vocinglería de voces y discursos múltiples. Armazón sobre el que se recortan y amplían los márgenes de una Buenos Aires futura. En ese mundo ideal, el que hizo de la idea del porvenir anunciado por el Centenario un credo a seguir, no era fácil pensar que una ciudad es, por sobre todo, un territorio de conflictos. Conflictos sobre los que habita la ciudad real. Excediendo en mucho el pronóstico de Moritz para 1999. Porque a ese caos urbano debe agregarse los pliegues de una ciudad, la contemporánea, que nunca deja de señalar sus formas ambiguas, sus límites y las exclusiones que genera esa tensión no resuelta. Creamos o no en globos de colores.

Guillermo Korn (Buenos Aires)

* Margarita Gutman, Buenos Aires. El poder de la anticipación. Imágenes itinerantes del futuro metropolitano en el primer Centenario, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 2011.
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APUNTES

Cercanía de la ausencia, por Guillermo Korn


Al recorrer las páginas de este libro de fotografías* queda una sensación: los cuerpos se confunden, se mixturan. Son ellos y no son.
    Como en esa imagen de bordes ajados, donde una muchacha aparece sentada en un taburete junto a una mujer que tiene a upa a una criatura. Su bracito parece entrelazarse al de la joven, como si fuera uno.
    O en la que de fondo se ve una pareja caminando en la playa. En el medio hay una nena. En primer plano, entre ellos y con un mayor tamaño, una mujer adulta sonríe.
    O en aquella donde un hombre alza la vista y mira por sobre su cabeza el retrato de otro hombre, ya calvo, con sus mismos bigotes manubrio, de esos que ya no se usan. O esa otra, la de quien quiere sumarse a un brindis donde otros hacen chocar sus copas.
    En estas fotos en blanco y negro parecen convivir un tiempo difuso y otro más preciso.
    Siempre queda la sensación de un “encuentro con el pasado que vuelve”. Pero si en el tango el miedo se manifiesta al confrontar el tiempo que no se resigna a su condición pretérita con el presente, acá el temor se reemplaza por el deseo, las ganas de poder ser parte –entre sombras– de ese pasado. Miradas frontales y cuerpos superpuestos. La búsqueda de una escena en la que lo imposible –un cierto encuentro– deje de serlo.
    En varias de estas imágenes, el efecto es similar al que se da cuando alguien se interpone entre un proyector y la pantalla: la imagen se refleja en el cuerpo. Cuando eso pasa, el interpuesto suele escurrirse de modo de evitar que ese efecto gracioso lo tenga como protagonista.
    No es éste el caso. Como cuando la joven deja que la imagen proyectada sea también ella misma. Se busca ese efecto. Pero bajo un halo dramático que se ahonda al leer un breve texto que reconstruye esa historia. Como en este caso:



Así en las otras: pocos datos, de quién se habla, qué militancia tuvo, dónde desapareció o en qué lugar estuvo secuestrado. Alguna línea dedicada al protagonista de este tiempo.     Lucila Quieto enhebra historias de la Historia.
    Compone piezas de un mapa siempre incompleto.
    En esa falta está su hacer.
    Familias que no son.
    Su materia son los restos, las huellas, las imágenes que un maremoto arrojó sobre las arenas contemporáneas.
    Como el intento de forzar un encuentro imposible entre su padre, Carlos Alberto Quieto –desaparecido cinco meses antes de su nacimiento– y ella.
    Esa “foto inexistente e imposible” –nos dice Ana Longoni, al prologar el libro– fue el motor inicial de Arqueología de la ausencia.

Guillermo Korn (Buenos Aires)

*Lucila Quieto, Arqueología de la ausencia, Buenos Aires, Casa Nova Editores, 2011.

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ESCRITORES EN SITUACIÓN

Inmoralidades, por Guillermo Korn


La tapa de este libro bordea lo cursi. Se titula Este pueblo necesita… y tiene una ilustración con un hombre y una mujer “en una de esas actitudes que la gente llama equívoca y que no dan lugar a equivocaciones”, al decir de Ignacio B. Anzoátegui.
    Tal conjunción supone una novela erótica. Es llamativo. Se sabe que Manuel Gálvez, el autor de este libro, era un escritor católico. No tan sacrílego como para proponer, en el año del Congreso Eucarístico, que este pueblo aumentara los índices poblacionales o tuviera más sexo.

Unas páginas alcanzan para darse cuenta que algo no cuaja. Los capítulos son: ser joven, patriotismo, un sentido heroico de la vida, una reforma moral, ideales e idealismo, orden y disciplina, jerarquía, realizaciones y no política, practicar la justicia social y autoridad. Por si no alcanzara, de yapa, “Posibilidades del fascismo en la Argentina” como apéndice.

Este pueblo necesita… permite postular a su autor como vocero de las voces silenciadas: “Yo advierto la catástrofe y doy un grito…” Su combate contra el mal requiere dar el paso a la acción. Pero duda: ¿habrá un número significativo, cien mil personas, “que hagan circular estas ideas y quinientos mil” que las pongan en práctica? Gálvez propone un patriotismo verdadero, no meramente retórico, como el que se envanece del país de rastacueros ignorantes y audaces, que creen que la grandeza se consigue sólo con vender carnes y cereales. Un eco lejano del Sarmiento que denunciaba una “aristocracia con olor a bosta”, cuya respetabilidad provenía de la “procreación espontánea de los toros alzados en sus estancias”.

La vehemencia de la conclusión final nos deja sin aire, nos ahoga: “…será urgente la mano de hierro del fascismo, violenta, justiciera, salvadora.”

Algunos de estos artículos habían aparecido en La Nación, hasta que unas líneas –mochas– provocaron el enojo del autor de Nacha Regules. El diario tenía sus antecedentes: a Carlos Alberto Leumann, por mencionar a la virgen, lo habían echado unos años antes. Gálvez, malicioso, dice sobre Eduardo Mallea, a quien responsabiliza por el tronche de su texto: “¿Recordará él ahora el haber experimentado alguna vez simpatías por el fascismo?” Y aunque machaca con Mallea, será ecuánime con el cupo femenino. Incorpora, en sus memorias, a Victoria Ocampo y a María Rosa Oliver como parte del tandem de escritores que abjuraron de esas simpatías. Manuel Gálvez aparece en este libro menos como escritor que como un formador de opiniones, con definiciones generales y vacuas: “somos un pueblo de gentes escépticas”.

El moralismo embebe estas páginas, como aquellas otras de veinticinco años atrás. Las de El diario de Gabriel Quiroga. Allí el tango era sinónimo de cosmopolitismo, de “música híbrida y funesta”, acá lo elogia por colorido y sentimental. No falta el correspondiente pedido para que se evite que los jóvenes conozcan esas letras que hablan de “vicios, de ‘orgías’, de los más bajos placeres”. Semejantes a la imagen que ilustra la portada del libro. No la original, claro. Sino la que se usó cuando alguien, fundida la editorial, quiso tentar al incauto lector con una inmoralidad que no era, precisamente, la sugerida en sus páginas.

Guillermo Korn (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

Viñas por dos, por Guillermo Korn


“generoso al convidar, al envidar
y hasta para echar el resto.
Confirmo, porque todos sospechan, que tiene miles
y miles de compañeros almas y más.”
A. Z.

Salud

La foto tiene muchos años. Dieciséis o diecisiete. Fue tomada en un bodegón que ya no existe, sobre avenida Córdoba. Lo regenteaba un argelino, amable en el trato con sus clientes pero despótico con sus empleados. En la pizarra, una vez a la semana se anunciaba cous-cous. El lugar no ofrecía comida rica, tampoco barata. Tenía la comodidad de un amplio salón semivacío que servía para estirar la charla. La foto deja ver a un habitué que solía cruzar la avenida en busca de un plato caliente. Es David Viñas, claro está.


     Su cara muestra una expresión curiosa y sorprendida por los dichos del interlocutor. La cámara, modesta, permitió captar algo que –como le gustaba decir– está en superficie y algo que no. Entre su carpeta, con los papeles que había usado para leer en la presentación de una revista un rato antes, y el camperón se disimula un Cabernet sauvignon que estaba en la repisa del comedero. No sabremos si el gesto sirvió de excusa para que el argelino agregara otro número a sus extrañas cuentas, si el mozo captó ese gesto como un modo de revancha por el maltrato de su empleador, o si en verdad funcionó como la carta robada.
     Vamos a lo que no capta la foto, a lo que queda en el recuerdo. Algo se dijo de la presentación de una revista cuya convocatoria giraba en torno a una pregunta: ¿A qué llamamos política?
     Mediados de los ‘90: texto y contexto, como aludía en sus clases. Develemos ya el secreto de lo que Viñas cubría con su abrigo. Contra sus hábitos, llevaba puesta una remera blanca de cuello redondo, que tenía una inscripción provocativa, con grandes letras.
     Cuando David vio que varios de los que habían pergeñado esa travesura la tenían, pidió la suya y se la calzó con ganas, para exhibirla en esa mesa redonda, como uno más. En la remera se leía: Rajá, turrito, rajá.

Censura

Hace unos pocos años, quiso volver sobre un viejo proyecto. Realizar una historia de la literatura argentina en relación a la que había proyectado una punta de años atrás. Fue en ese prólogo a Literatura argentina y realidad política donde proponía que el trabajo individual dejara paso a uno colectivo.
     Aunque algo distinto, el proyecto se mantuvo. Así –con pudor digo– me topé con un período sobre el que Viñas ya había hablado varias veces. Diferencias sobre este tema, sí que teníamos. Pero la apuesta valió la pena. Hubo total libertad de acción. Incluso, de más de un colaborador se enteró con el tomo casi publicado.
     Objetó algo Viñas. Fastidiado. Un nombre se repetía, de manera favorable, varias veces en un trabajo. Pidió quitarlo. Le incomodaba verse mencionado en un libro que aparecía en una colección dirigida por él.
Así las cosas…
     Por ésta, y varias más: chapeau… David.

Guillermo Korn (Buenos Aires)
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PIES DE IMAGEN

Amor encallado, por Guillermo Korn


Husmean la mesa donde sobresalen unas hojas de papel. Flush, de ojos almendra y la perra Tulip. Nobleza obliga: ni de cocker spaniel ni de pastor alsaciano va la cosa.
    Porque Tati era un perro sin clase. Su nombre derivó de un juego de palabras. Así, con acento en la a, no como el padre del señor Hulot.
    Lo vieron jugando con alguien a metros del mar. Una caricia bastó para que los siguiera. Se sumó al grupo de amigos como sí nada y empezó a acompañarlos en sus largas caminatas por la playa. Escucharon que unos pibes lo llamaron: ¡Guacho, vení! Y allí fue saltando a saludarlos.
    Después se enteraron que Oliver y Ámbar fueron otros de sus nombres. Cada uno le decía a su modo. Esos bautismos suponían una amistosa apropiación. Era el juego de unos pocos. La mayoría lo miraba con distancia.

    Los que hablaron fueron parcos.
    –Es un perro peligroso. Muerde…
    –Arma jauría en el invierno. Cuando todos se van de acá.
    –De casualidad se salvó éste.
    Uno masculló algo sobre un veneno.
    Otro quiso ser más simpático. En la locuacidad que habilita el alcohol, comentó que lo tuvo en la mira para liquidarlo.
    Los viajes se sucedieron. Luego del turismo, el pueblo parecía cerrarse sobre sí mismo. Con menos gente no perdía su encanto. Al contrario. Al rato de llegar, el perro se les apareció. Estaba algo lastimado y más flaco. Gruñía. Eran unos agudos sonidos, entrecortados. Propios de un cuzquito y no de semejante porte. Ese recibimiento le aseguró abundante comida. Y sobre todo, mimos. Pócima mágica convertida en estrategia: viaje a viaje mantenerlo fuerte. Del resto se ocupaba solo. Así pasó la mosca berro, los perdigones, el embichamiento y las múltiples heridas que portaba cual estandarte.
    –Se cura con sus propias lambidas –les dijeron. Más difícil parecía sobrevivir a las miradas torvas y a las amenazas.
    ¿Qué tenía de peligroso? En verano perseguía y ladraba a los coches. Con más ganas al de la policía. Y se trenzaba con otros perros. Nada de otro mundo. Escucharon más: había mordido, hace un tiempo, a una mujer joven. Una turista yanqui, dicen.
    –Entonces es un perro antiimperialista –dijo el albañil que no mostraba simpatías por el animal.
    El amor por ese perro que parecía elegirlos, los fue ganando. Cada regreso a la ciudad cargaba unas lágrimas mal disimuladas. Muy corto resultaba ese tiempo para creerse sus dueños. Nadie podía llevarlo. Su lugar no era la ciudad, ni la vuelta a manzana su destino. Cómo reemplazar su trote anticipado a la playa, las vanas corridas sobre alguna distraída gaviota, y la libertad de moverse por el pueblo, solo o con la Negrita.
    Entre esos amigos, cada uno preserva un recuerdo compartido o de cosecha propia. La sobremesa acompasada por los crujidos secos de los restos del asado. La búsqueda de cobijo bajo la mesa, cuando llegó para entregarse manso a una improvisada curación. Frente a la panadería, echado, con un ojo atento a la partida del micro. La guapeza para enfrentar una jauría, antes que la impavidez se hiciera grito. Los juegos con el palito que a veces terminaba en el mar, su temible enemigo.
    Las cosas no ocurren para ser recordadas, pero igual encallan en la memoria.

Guillermo Korn (Buenos Aires)
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